Últimamente me voy dando cuenta de que me informo más por Twitter que por los periódicos, televisiones y radios. El truco está en solo seguir a aquellos que merecen ser seguidos: periodistas, médicos, escritores, señoras y caballeros anónimos con criterio, profesores, enfermeros, maestros de primaria, ecologistas, bomberos, policías, jueces y abogados... Los tengo de derechas y de izquierdas, aunque he de reconocer que la verdad, últimamente, nunca suele ser ambidiestra. El precio que pago en Twitter es que me paso el día bloqueando marcas comerciales a las que nunca he seguido y que no me vienen por retuiteos de mis seguidores y seguidos, sino por esa magia neocomercial que las marcas saben imponer tan bien. Pero aun así sigo siendo un fan de las redes sociales. Por ellas me entero de esas historias marginales y a veces excéntricas que son las que calculan el verdadero pulso de la sociedad (por supuesto, casi siempre con enlaces a los periódicos y a las fuentes oficiales).
Por ejemplo, no veo la televisión, entre otras cosas porque estoy medio ciego. Pero sí fragmentos de programas que cuelga la gente con habilidosa paciencia. Hace nada, vi dos cachos de programas de nuestras más prestigiosas cadenas en las que, por ejemplo, Esperanza Aguirre negaba el cambio climático ante un experto en la cosa, o dos periodistas con cara de ser muy fachas contrariaban a un juez que les explicaba que la mayor parte de los mitos/bulos que corren por las teles y radios sobre el fenómeno de la okupación son puro populismo desinformado o malintencionado. Mis seguidores y seguidos ya son parte de mi familia, conozco sus nombres y miro sus fotos para hacerme idea de cómo son, los echo de menos cuando están muy callados y de más cuando airean sus problemas más íntimos sin demasiado pudor. Pero son mi gente. Mis hijos de puta, que dijera aquel general americano.
En estos meses de estío y hastío, una cosa me ha llamado mucho la atención. La insistencia de la gente en denunciar, y boicotear, el regreso de los grandes gurús del periodismo televisivo a las capitanías de las tertulias. En particular, se pone el foco en Antonio García Ferreras, cuyo vergonzante filtrado de audios sobre las mentiras contra Podemos ha hecho mucho más daño en la audiencia que las previsibles botarateces de las Anarosas, las Susanna Griso o el aclamado novelista Vicente Vallés, a quien Planeta ha dado un premio millonario por su originalísima simbiosis entre realismo mágico y telediario.
Inmediatamente, tras filtrarse los audios con Villarejo, el rojo vivo con camisa azul de Ferreras ("es muy burdo, pero voy con ello") sufrió una importante caída en los shares. Eso hubiera sido imposible sin las redes sociales, pues los grandes medios carpetovetónicos afamaron sus silencios intentando tapar al Hulk del más periodismo hasta que el hedor ambiente obligó a abrir las ventanas.
Si nos paramos a pensar, las redes sociales se han convertido en las nuevas barricadas contra el avance de las tropas de la desinformación. E insisto en que esto no tiene que ver con derechas e izquierdas. Las mentiras e idocias de Alberto Núñez-Fakejóo, por ejemplo, están ya encendiendo las iras de algunos de sus propios votantes. Las redes tienen tanta potencia para difundir bulos como la Resistencia de los Veraces para desmontarlas. Y nombro a la Resistencia de los Veraces en mayúsculas porque se lo merecen.
No sé si Ferreras se reincorpora mañana, primero de septiembre, o no. Ni si este movimiento resistente y boicoteador cuajará de verdad en una caída de su audiencia. Pero no me cabe duda de que, gracias a las redes, el zorro falsamente rojo va a pasar más miedo que las gallinas cuando se cuele en el gallinero catódico. Es algo que hemos ganado. Y no olvidéis tener mucho temor a los okupas mientras el ladrón Eduardo Zaplana sigue en libertad. Por cierto: ¿sabe alguien donde pasó el verano Rodrigo Rato? Lo pregunto porque le debe dinero a una amiga.
Comentarios
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