Como todos los años, me he pasado el 12 de octubre sin despegar el ojo de la televisión. No es que sea muy patriota. Es que amo rotundamente el cabritear de las cabras. Qué donaire y donosura (que vienen a ser lo mismo) demuestra este bello animal claqueando sobre el asfalto. En mi pueblo montañés de la sierra del Guadarrama, a veces las veo saltar de peña en peña cual amantes de un poema de Agustín García Calvo. Pero no es lo mismo. Les falta la marcialidad cabruna que aporta la cercanía de legionarios. Y no se puede menospreciar tampoco la inspiración cáprica que siempre subyace a la presencia de un borbón. Dios, patria, cabra y rey. Ya nos lo decían nuestros clásicos.
Escribo estas prosas con elegiaco sentir porque, si las urnas no lo remedian, quizá hayamos asistido al último desfile de la cabra. La nueva ley de protección animal de nuestro gobierno socialcomunista y anticaprino quizá considere maltrato la disciplina a la que se somete al bicho, entre silbidos a Sánchez y vivas a Franco y al rey muy impropios de un cabrero.
Hubo un tiempo en que los legionarios adoptaban otro tipo de mascotas, cual monos ceutíes o loros malhablados (en serio, he leído a algún historiador olvidado relatar que a los loros se les amaestraba para decir cosas soeces en los desfiles). Pero la cabra fue imponiéndose como mascota ya casi desde la creación del glorioso cuerpo en los felices 20. Se conoce que el mono y el loro eran más irascibles e indisciplinados.
La cabra es animal de gran civilidad tanto en su comportamiento doméstico como salvaje. Y nunca llega tarde a los sitios, no como Pedro Sánchez, que ayer hizo un ridículo espantoso justificando su retraso ante los cenutrios descerebrados de siempre. Si hubiera llegado antes, los grandes medios lo habrían abucheado por intentar parecer más patriota que el rey. A Sánchez solo le habría salvado de la pitada el haber correteado detrás de la cabra. Pero tenemos un presidente que es un soso.
Ya digo que escribo esto con temor a que la hermosa tradición caprino-legionaria desaparezca, como la delicada costumbre estudiantil de llamar putas y conejas a sus congéneres femeninas. O como la fiesta de los toros, nacional para más seña, que declina porque la gente ya no acude a las plazas a ver disfrutar a un animal muriendo a rejonazos. El nuevo mundo pertenece a Netflix, y en Netflix nunca te echan documentales de cabras.
De todos es sabido que los tardos de ideas necesitamos símbolos para sobrevivir intelectual e identitariamente, ya sean banderas, coronas, colores futboleros, valles de los caídos, dioses o patrias. Y la cabra a mí me representa ontológica y humanamente, pues vive en manada, es difícilmente domesticable y come de todo, hasta cables de la luz. Ione Belarra se juega mi voto si me quitan la cabra de la legión. Y el de Felipe VI, que ayer parecía muy encabronado.
Hay gente muy rara en España que, como símbolo español, preferiría El Quijote. Pero cualquiera pone a Santi Abascal o a Alberto Núñez-Fakejóo a leer semejante tocho, con las libertades que aún les quedan por cercenar. Sería absurdo pensar en un ejército de legionarios desfilando con un libro, o una flor, bajo el sobaco. El sentir patriótico nunca es una cultura. La cultura, de hecho, suele cuestionar conceptos como el patriotismo. Por eso los españoles de bien preferimos la cabra.
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