Todo es posible

Desde el suelo

A la gente joven el golpe del 23-F le suena lo mismo que a mí la guerra de Cuba cuando tenía su edad. Los más respetuosos intentan disimular el tedio cuando el abuelo les cuenta la batallita del frustrado golpe militar de Tejero y sus secuaces. Los más críticos manifiestan su hartazgo por tanta matraca como estamos dando con la conmemoración del trigésimo aniversario y, además, no se creen una sola palabra de lo que contamos. Sospechan que aquello fue un simulacro organizado por los poderes fácticos (herederos y continuadores del régimen, militares franquistas y servicios secretos con apoyo de la CIA) para atemorizarnos todavía más de lo que estábamos. El golpe triunfó, según su criterio, porque cumplió su objetivo de meternos el miedo en el cuerpo para varios años. Qué clase de democracia era esa, de la que presumimos tanto, cuando un puñado de guardias civiles pega cuatro gritos y cinco tiros, y los diputados acatan la orden del tirarse al suelo sin rechistar, excepto los tres que no se arrugaron.

La anterior parrafada es un acuse de recibo de los mensajes que me han llegado por contar que considero un privilegio profesional haber vivido el 23-F tirada en el suelo del Congreso. Hasta entonces, la mayoría de los periodistas de la época criticábamos sin piedad a Adolfo Suárez, su reforma política y la exasperante lentitud con la que se producían los cambios en aquel tibio e insuficiente proceso democrático. La noche del 23-F se vieron los riesgos de tensar más la cuerda. Al fracasar la intentona golpista, la Transición se aceleró y nos dimos cuenta de que la democracia, aunque frágil, merecía la pena.

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