Lo que nos queda

La historia del mal estudiante que llegó a Premio Nobel

"Confieso paladinamente que del mal éxito de mis estudios soy el único responsable. Mi cuerpo ocupaba un lugar en las aulas, pero mi alma vagaba continuamente por los espacios imaginarios (...) en mi desdén por el estudio entró por algo el sistema de enseñanza y el régimen de premios y castigos usados por aquellos padres Escolapios (...) El suspenso parecía irremisible. Mas a fin de parar el golpe, si ello era posible, mi progenitor buscó recomendaciones para los catedráticos del Instituto de Huesca, a quienes incumbía la tarea de examinar en Jaca. Precisamente uno de ellos era don Vicente Ventura, gran amigo suyo. Este redentor mío estaba agradecido y obligado a las proezas quirúrgicas de don Justo, por haber sanado a su mujer de gravísima dolencia que exigió peligrosa intervención. Llegado el examen, propusieron los frailes, según era de prever, mi suspensión; pero los profesores de Huesca, apoyados en un criterio equitativo, y recordando que habían sido aprobados alumnos tan pigres o más que yo, aunque bastante más dóciles, lograron mi indulto. "
Corría 1861 cuando el protagonista de esta historia llegó a Jaca de la mano de su padre. Tenía diez años y era un niño travieso, díscolo, inquieto. Solo se tranquilizaba pintando. Quién sabe si en nuestros días lo hubieran calificado de hiperactivo. Su progenitor, médico de profesión, estaba harto de sus diabluras y decidió matricularlo en un colegio de los padres Escolapios que tenía fama de excelencia educativa en latín, al tiempo que lograban domar a los estudiantes más problemáticos. El padre animó al director del colegio a que fueran severos con su hijo y que le aplicaran sin contemplaciones los castigos que mereciera. El director del colegio se comprometió a hacerlo, e inmediatamente llamó al padre Jacinto. Antes de marcharse el padre también advirtió al director de que el niño no andaba bien de memoria y que le dejaran expresarse cuando le preguntaran la lección. "De concepto lo aprenderá todo; pero no le exijan ustedes las lecciones al pie de la letra". En esto no le hicieron caso y los castigos y las humillaciones fueron continuas desde el primer día de clase.

El niño se llevó mal con el latín, la filología y la gramática y peor con los padres Escolapios. Los castigos no eran efectivos y el padre Jacinto decidió un ayuno diario que el estomago del niño terminó también por asumir. Ante el fracaso de los frailes y asustados por el estado famélico con el que el niño regresó al pueblo en verano, sus padres decidieron que el siguiente curso el niño iría a un instituto de Huesca. Como castigo, el padre decidió que compaginaría sus estudios con un trabajo de aprendiz de barbero. El siguiente curso el niño no mejoró. Su padre lo volvió a castigar colocándole de aprendiz de zapatero con un severo artesano que le hacía dormir en un desván lleno de ratas. Pasó un año entero hasta que le dio de nuevo la oportunidad de volver a los estudios. Con doce años el niño intentó cambiar de actitud y se aplicó en los estudios aun sin renunciar a sus viejas andanzas como el día en que se topó con una valla recién pintada y no pudo evitar hacer una caricatura de su profesor, con la mala suerte de que al maestro le gustaba pasear y se topó con el alumno y su obra.
Finalmente, y a pesar de sus diabluras el niño se matriculó, con dos años de retraso respecto a sus compañeros de promoción, en la Facultad de Medicina de Zaragoza y en 1906 le concedieron el premio Nobel de Medicina. Se llamaba Santiago Ramón y Cajal. Lo que nos queda.

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