A ojo

El ejemplo de Fujimori

El Tribunal Supremo del Perú acaba de condenar a 25 años de cárcel al presidente Alberto Fujimori por algunos de los excesos cometidos bajo su gobierno. Se me ocurren al menos dos observaciones.

La primera es de forma. Informan los periódicos que el acusado permaneció impasible durante la lectura de la sentencia, y a la vez dicen que esta ocupa 710 folios. No puede ser. Alguien a quien le lean 710 folios, así no sean los de su propia sentencia, se inmuta aunque sea un poco, e incluso puede llegar a desmayarse. Hay ahí por lo menos una errata.

La segunda es de fondo.

La condena de los gobernantes no es cosa nueva. Muchas tribus de las llamadas primitivas la practican de manera ritual: transcurrido un tiempo prudencial de gobierno, matan a su rey, y lo devoran. En sociedades más civilizadas tampoco se trata de un hecho verdaderamente excepcional, aunque no sea muy frecuente. Sin mencionar asesinatos, cabe recordar que al cabo de procesos jurídicos formales y más o menos legales (dependiendo de quién juzgue las leyes) los países más avanzados de su época –la Inglaterra de Cromwell o la Francia de la Revolución– ejecutaron a sus respectivos reyes. Pero por haberlo sido, no por haber cometido excesos siéndolo. Existe para los jefes de Estado, y en no pocos casos se ha llevado a sus últimas consecuencias, el juicio por Alta Traición: lo padeció, por ejemplo, el mariscal Pétain en Francia. Pero en todos estos casos se trata siempre, en fin de cuentas, de juzgamientos políticos. El juicio a Fujimori, aunque en razón de su fuero haya estado a cargo del Tribunal Supremo del país, no fue político, sino puramente penal. Fué juzgado, y condenado, por los delitos comunes de secuestro y asesinato.

Tal vez con la única excepción de los generales de las Juntas argentinas enjuiciados y presos por robo de niños, el caso del ex-presidente peruano no tiene precedentes en la Historia.

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