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Un regalo republicano

EL ELECTRÓN LIBRE // MANUEL LOZANO LEYVA

* Catedrático de física atómica molecular y nuclear de la Universidad de Sevilla

Soy renuente a aceptar invitaciones a cursos de verano, pero una catedrática de la Universidad de Barcelona, a la que no conocía, me hizo una oferta que no pude rechazar: impartir una clase de física a los cincuenta estudiantes más brillantes de España que iban a entrar en la universidad. La selección la hacía un funcionario con una regla: trazaba la raya límite tras el quincuagésimo mejor expediente del país. Durante una semana, un conjunto de profesores de diversas especialidades les dan clase a los elegidos. En las horas libres, hay un intenso y envidiable programa cultural. Es un regalo que el Estado, a través de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, les hace a esos chavales. El curso se llama Aula de Verano Ortega y Gasset y hunde sus raíces en la Segunda República.

El palacio de la Magdalena siempre me ha gustado, por más que su historia la considere malhadada. Se lo regaló la ciudad de Santander a Alfonso XIII para beneficiarse del veraneo de la corte y, no mucho más tarde, se lo vendió su hijo Juan a la ciudad de Santander por una escalofriante cantidad. Pero en un bello ínterin, el ínclito ministro republicano de Instrucción Pública don Fernando de los Ríos lo utilizó como Universidad de Verano. Tras disfrutar del entorno, fui al aula del evento y me presenté a la directora. Mi clase sería la segunda. Me senté a esperar mi turno y me fijé en la audiencia. Mientras la catedrática catalana hacía una introducción impecable y sin concesiones fáciles al discurso, me fijé en los cincuenta jóvenes, porque desde mi posición los veía a todos. Comprobé, como me habían dicho los organizadores, que dominaban abrumadoramente las muchachas (estaban muy contentos porque ese año había muchos chicos); traté, sin éxito alguno, de identificar sus procedencias geográficas (este asunto contaba tan poco en la selección que, según supe, había dos compañeras de clase del mismo instituto de Albacete). Observando aquellos rostros uno a uno sentí el primer nudo en la garganta. Había gafas, piercings, granos, pelos cortos y melenas, pero una mirada seria y brillante era común a todos. Durante la clase de mi colega, un bioquímico, no paré de pensar en lo que representaban aquellos mozalbetes. Sus gestos y actitudes reflejaban no sólo una inteligencia brillante, quizá en parte heredada, sino también mucho tesón, muchos sueños e incluso mucha soledad. Esto por parte de ellos; por la nuestra consideraba que quizá fueran los representantes de nuestro mejor patrimonio.

Por mi oficio estoy acostumbrado a dar clases y charlas, pero cuando me enfrenté a aquella audiencia tuve que tomar mucho aire. Temí no estar a la altura del bello regalo republicano. Ahora, al comienzo de curso en la universidad, recuerdo a aquellos cincuenta jóvenes con infinita ternura.

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