Nunca deja de sorprenderme la capacidad de los madrileños para votar por encima de sus posibilidades. Cuando Gallardón ascendió a ministro de Justicia, Ana Botella heredó la vara de alcalde como quien hereda una cafetería. De hecho, aprovechó su inglés de zarzuela para vender Madrid ante el mundo como el lugar ideal donde relajarse y tomarse un café con leche. De sus tropecientos asesores, ninguno le advirtió que el capuchino y los churros con chocolate aún no habían sido homologados como disciplina olímpica. Por su parte, Esperanza Aguirre decidió tomarse unas vacaciones de sí misma, dejando al frente del tenderete a su grumete Ignacio González para que siguiera en la dura tarea de la privatización hasta que su ego regresara a hacerse cargo del negocio.
Desde hace más de veinte años, es decir, desde que el PP aterrizó en Madrid como una plaga, básicamente los sucesivos gobiernos de la Comunidad se han dedicado a desmontar las estructuras sociales de la capital al tiempo que el alcalde se dedicaba a desmenuzar las calles. Hay distritos enteros, como por ejemplo el de La Latina, que no cuentan con un solo polideportivo público, lo cual es tan divertido como si la población entera de Huesca tuviera que ir a practicar gimnasia a un pueblo de Zaragoza. Hay barriadas enteras, como por ejemplo Vallecas, donde los niños que tienen la peregrina idea de tocar el piano deben conformarse con ensayar en un trompisón, y eso que el ex alcalde es melómano declarado, descendiente de Albéniz y principal mecenas mundial de los conciertos para hormigón y taladradora. En efecto, Gallardón desciende de Albéniz pero en caída libre.
Ferrán Adriá (que hizo mierda una tortilla de patatas disgregándola en sus elementos fundamentales para después embutirlos en una copa) nunca se pudo imaginar que la deconstrucción iba a llegar también al urbanismo, a la sanidad y a la educación. Mucho antes de que Adriá se dedicara a esnifar zanahorias, ya dijo un sabio cocinero que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. No contento con que los pobres paguen los medicamentos tres veces (una mediante impuestos, otra por copago y la tercera en la farmacia), no satisfecho con que los niños sin posibles tengan que cambiar el piano por la armónica, y todavía no saciado ante la injusticia de que los ancianos de algunos barrios tengan que practicar la natación en la bañera, Ignacio González también ha inaugurado la demolición oficial de la enseñanza pública en Madrid.
Junto a otros centros amenazados, el Instituto de Enseñanza Secundaria Simancas ha elevado una protesta ante la consejería de Educación de la Comunidad para evitar su cierre inminente, lo que dejaría sin enseñanza pública a miles de chavales en kilómetros a la redonda. Es cierto que yo estudié allí cuando tenía quince años, pero no lo veo razón suficiente para que haya que cerrarlo. Tampoco me lo parece que la inmensa mayoría de sus estudiantes sean hijos de inmigrantes, de trabajadores sin apenas recursos o de parados, con lo cual el mensaje de Ignacio González está claro: quien no pueda financiarse unos estudios, que se dedique al negocio de la cafetería. En el mejor de los casos, de camarero en la Plaza Mayor, para gran felicidad de la alcaldesa. Eso ocurre cuando los pobres votan por encima de sus posibilidades.
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