Hay muchos mitos longevos en el antisemitismo y la mayoría se basan en la idea de que los judíos, así en bloque, son una raza aparte. El hecho de que los hayan expulsado de todos los países en todas las épocas parece un motivo más que suficiente para explicar su malignidad esencial; un argumento ciertamente arriesgado, aparte de pobre y de tonto. Por la misma regla de tres, se podría argumentar que las mujeres son seres inferiores, puesto que todas las sociedades de cualquier tiempo y lugar las han maltratado, vejado y relegado a la esclavitud doméstica. Otro tanto podría decirse de los homosexuales, por ejemplo.
Entre esos mitos impermeables a la racionalidad y al sentido común, está la idea de que los judíos, también en bloque, dominan las finanzas mundiales, son maquiavélicos de fábrica y sumamente inteligentes. Tras la Primera Guerra Mundial (esa horrenda catástrofe de la que estos días se cumple el centenario) empezó a correr la leyenda, en diversos opúsculos y libelos nacionalistas, de que una de las causas de la derrota alemana era la cobardía inherente de los judíos, quienes se habían librado de acudir a las trincheras puesto que prácticamente todos eran millonarios. En realidad, el porcentaje de hebreos muertos en las filas del ejército alemán, como en el francés, el inglés o el ruso, era aproximadamente el mismo que el de hebreos pobres: un enorme montón de nombres y apellidos. Pero quién quiere oír la verdad cuando la leyenda es tan cómoda y lo explica todo.
Los Protocolos de Sión, el célebre plan judaico para el dominio mundial a largo plazo, fue en realidad un invento de la policía zarista para promover el odio a los judíos y organizar unos cuantos pogromos. Aun así, hay mucha gente que sigue creyéndolo a pies juntillas, sin caer en la cuenta de que entre los judíos, como entre los gitanos, los españoles y los chinos, hay un nutrido porcentaje de bobos. De hecho, otro de los mitos persistentes del antisemitismo es su denominación de origen, puesto que en el aspecto puramente racial, hay muchos más semitas entre los palestinos de pura cepa que entre los cientos de miles de judíos centrifugados a Israel desde Europa, desde Sudamérica y desde los Estados Unidos. En puridad, podría decirse que el Gobierno de Netanyahu, con su bestialidad, su militarismo y su arrogancia religiosa, es furiosamente antisemita.
A todo esto llega Jon Voight, un actor de Hollywood en franca decadencia mental, moral y actoral, y acusa a Javier Bardem y a Penélope Cruz de antisemitismo por denunciar la masacre inadmisible que está cometiendo el ejército hebreo en Gaza. El pobre hombre no se ha enterado aún de la enorme cantidad de judíos (políticos, intelectuales, historiadores, escritores y ciudadanos de a pie) que ha recusado una vez más la recurrente matanza que el Gobierno israelí comete con los palestinos indefensos sin más razones que la codicia y el gusto por probar nuevas armas. Criticar el asesinato de miles de ciudadanos inocentes no es antisemitismo: es justicia elemental. Denunciar el cinismo sanguinario con que se justifica el infanticidio de criaturas indefensas (cuatro de ellas jugando en una playa) con el obsceno argumento de que Hamas los está empleando de escudos humanos tampoco es antisemitismo: es un rasgo de empatía humana. Entre los israelíes, sionistas o no, hay el mismo porcentaje de sociópatas que en todas las razas y naciones que pueblan el ancho y triste mundo. Lo que pasa es que la inmensa mayoría de ellos están ahora mismo al frente del Parlamento de Israel, sentados en una colina tomando palomitas y aplaudiendo la caída de misiles o trabajando alegremente para la muerte en Gaza.
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