Pienso a menudo en la propuesta popular de crear en Madrid un colegio público que imparta sus clases en catalán. Casi todas las opiniones, muy diversas, que he escuchado, se vinculan al miedo de ceder demasiado terreno ante el nacionalismo catalán: diera la sensación, si se atendía a los alarmistas, de que hordas catalanas fueran a desembarcar de un AVE saturado para la invasión lingüística de la capital, cual canadienses en Sword. No analizaban la importancia real de la lengua catalana y su posible peso en la enseñanza primaria.

Los niños reciben en las escuelas un número de horas limitado: no pueden estirarse como chicle, ni insertarse en ellas materias transversales infinitas. Los años próximos nos revelarán la necesidad de reforzar el ejercicio físico, y el aprendizaje de una nutrición saludable. También deberá recibir atención el manejo de adicciones (alcohol, con su alarmante incidencia en adolescentes, drogas, comida, juegos), y el control de impulsos. La convivencia de religiones, razas y orígenes distintos obligará a analizar los conflictos que generarán. Se replanteará también un nuevo enfoque de la asignatura de historia, la local y la europea. Queda la cuestión de los idiomas.

Las lenguas de peso real a nivel europeo son, por orden, el inglés, el español, el francés y el alemán. Si levantamos la vista fuera de las fronteras extracomunitarias, hay que añadir el chino, patrimonio de las nuevas generaciones, debido a su dificultad. Los niños españoles, catalanes o no, cuentan con la ventaja de hablar un idioma mayoritario. El nivel de conocimiento de inglés en este país resulta lamentable. El de alemán, irrisorio. La elección del catalán en Madrid respondería a razones emocionales, que puede satisfacer la enseñanza privada. Hablo como castelloparlante, a la que ni los largos años de estudio de euskera ni el contar con el gallego como lengua materna han servido de nada en el campo profesional. Sólo dos idiomas, aparte del español, me han sido útiles: el ingles y el musical.