PERE VILANOVA
A estas alturas, la situación es tan dramática que parece invitar a todos los pesimismos, porque, más allá de la invocación a que no deberíamos olvidar Haití, queda todo por hacer y, se haga lo que se haga, no será suficiente. Y sin embargo hay que hacerlo, hay que seguir trabajando por Haití pero, sobre todo, con Haití, es decir, con sus habitantes. ¿Lecciones aprendidas? Muchas, por poco que nos esforcemos en hacer un balance de estos últimos dos meses y medio.
Una primera lección es que, por muy imprevisibles que sean las grandes catástrofes de la naturaleza, hay una correlación empírica dramática: en condiciones catastróficas similares, cuanto más pobre es un país, cuanto más débiles son sus instituciones, su economía, más gente muere y, por cierto, siempre los más pobres y más vulnerables. Dicen los expertos en sismografía que el terremoto de Chile ha sido más fuerte que el de Haití. Dentro de su gravedad, comparen ustedes el balance. La capacidad de
reacción de las autoridades, de las instituciones, del Derecho, de la propia estructura del tejido social ha hecho que el balance se haya medido en centenas. En Haití, cruzando las diversas fuentes, los muertos oscilan entre 170.000 y 220.000. En Chile las cifras son exactas, la gente estaba censada, los atribulados familiares han podido saber, identificar, enterrar a sus muertos. En Haití, con las excepciones que se puedan contar, la solución de emergencia fue –por razones incluso de salubridad– enterramientos masivos con bulldozer de miles y miles de muertos sin identificar, y lo que es peor, sin posibilidad de que lo vayan a ser nunca.
Una segunda lección, inédita. En Haití hay que reconstruir al mismo tiempo el país y el instrumento de la reconstrucción del país: la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah), presente en ese territorio desde 2004, ha padecido la mayor hecatombe de toda su historia, guerras incluidas. Casi 120 de sus miembros murieron, la gran mayoría en la sede central del Hotel Christophe, y la verdad, ojear el austero álbum de homenaje que tiene en su mesa de trabajo Edmond Mulet resulta estremecedor, sobre todo si en sus páginas descubres algunos amigos y conocidos. Ni siquiera el brutal atentado de Irak de 2003, en el que murió Sergio Vieira da Melho, se acerca a la cuarta parte de los caídos en Haití. Y esa "reconstrucción en paralelo" no puede ni debe esperar, porque ninguna nueva misión de urgencia puede suplir la experiencia, el saber acumulado y los conocimientos que tienen los supervivientes y el nuevo equipo que Ban Ki-moon envió el mismo día del terremoto, formado por una decena de veteranos de la Minustah (que en aquel momento estaban en el extranjero) Mulet, ex jefe de misión, Damian Onses y otros varios.
Cuarta lección, que es una especie de derivada previa al terremoto: hay que detener la fuga de cerebros. Desde hace años (unos 15), desde que la inestabilidad política y social empieza a ser cíclica y crónica, hasta el punto de que cada vez más gente renuncia a toda esperanza en comparación con la era de los Duvalier, la gente joven con formación se va. A Estados Unidos, Canadá, Francia, Bahamas, hasta un 20% de la población forma ahora una diáspora que sería útil en el país. Pero a la vez, con las remesas que, desde fuera envían a casa, Haití cubría una parte esencial de su subsistencia económica. Un círculo infernal.
Quinta lección, seguir con el esfuerzo, no dejar Haití abandonado a su suerte. Las cifras dan vértigo: sólo en Port au Prince, unas 800.000 personas están en la calle a menos de cuatro semanas de la estación de lluvias y a tres o cuatro meses de la previsible serie de huracanes anuales en el Caribe. ¿Podemos enviar casas prefabricadas? Hagámoslo sin demora. Tiempo hay para los grandes debates sobre cómo y por qué el primer país de América latina (el segundo después de EEUU) en conseguir la independencia (en 1804) ha llegado a la situación actual.
Pere Vilanova es catedrático de políticas y analista en el Ministerio de Defensa
Ilustración de Iker Ayestaran
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