Dominio público

De los toros, hasta los andares

Augusto Klappenbach

Escritor y filósofo

Augusto Klappenbach
Escritor y filósofo

De los toros, como del cerdo, todo se aprovecha: su rabo, su carne, su cuero y hasta sus andares por el ruedo. Y ahora hemos descubierto su utilidad para embestir contra rivales políticos. Cuando en Cataluña se desea distanciarse de Madrid, se prohíben las corridas de toros (aunque se permitan otras formas de torturarlos). Cuando la Comunidad de Madrid o de Castilla la Mancha  quieren hacer un guiño a la derecha ostentando sus convicciones patrióticas, los convierten en bienes de interés cultural. Aunque no sea precisamente en beneficio de los toros.

Durante el debate que se abrió sobre las corridas de toros con motivo de su prohibición en Cataluña se han aducido muchos argumentos para proponer la eliminación de la fiesta nacional.  Algunos de ellos excesivamente antropomórficos: matar a un toro no constituye un asesinato, como se ha llegado a decir. Mientras el ser humano es un fin en sí mismo y digno de respeto cualquiera que sea su condición, los animales, incluido el toro, no dejan de cumplir una función instrumental que debe ceder el paso a la vida humana cuando sea necesario.

Conviene matizar aquello de los "derechos de los animales". La naturaleza no otorga derechos: los derechos surgen de una sociedad a medida que se desarrolla su comprensión del papel que cumplen sus integrantes en la vida social. Fue necesario que pasara mucho tiempo antes de que los derechos humanos fueran reconocidos –al menos teóricamente- como derechos universales. Pensadores de indudable sensibilidad moral defendieron la esclavitud, como Aristóteles y Hegel.

Y con los animales pasa otro tanto. A medida que las especies animales se aproximan a la condición humana aumenta el reconocimiento de algunos derechos, al menos en algunas sociedades. Un mosquito carece de ellos; a un chimpancé hay que reconocerle ciertos  privilegios, como el de no hacerlo sufrir inútilmente, aun cuando sus derechos deban ceder ante los de cualquier persona: si hay que elegir entre la vida del mono y la del más despreciable de los hombres, la elección está clara. No todos los animales son iguales, como sugería el cartel de la granja de Orwell: el proceso evolutivo ha dejado una jerarquía que va desde animales muy parecidos al reino vegetal hasta otros que se aproximan bastante a la condición humana. No es lo mismo disparar a  elefantes, como hace nuestro rey, que cazar perdices, aunque el mismo deporte de la caza sea discutible.

Un toro es un animal superior, con un sistema nervioso semejante al nuestro en muchos aspectos, capaz de sentir emociones como el miedo y el estrés y sufrir dolor de un modo muy semejante al dolor humano. Lo cual no quita que animales de su especie puedan servir de alimento a los hombres o que se los utilice como animales de tiro, siempre que se trate de eliminar el sufrimiento. Pero servirse de ellos para gozar con su tortura y muerte parece una actitud poco compatible con una civilización que presume de sus exigencias morales.  En este caso, la diversión implica necesariamente el sufrimiento del animal, es decir, precisamente ese aspecto que se trata de eliminar o minimizar en nuestro trato con ellos.  El cuestionado "toro de la vega" de Valladolid lleva al límite el sadismo: la diversión consiste precisamente en la lenta agonía de la víctima.

Quizás el acento no haya que ponerlo en el dolor del toro –aunque también importa- sino en la repercusión que las corridas tienen en la cultura de nuestra sociedad. Organizar festejos públicos consistentes en acuchillar mamíferos hasta que  mueran en un estado de terror y dolor crecientes parece poco compatible con el nivel de desarrollo moral del que nos enorgullecemos como civilización avanzada. Por no hablar de las consecuencias pedagógica de estas tradiciones, que enseñan a los niños –y a los adultos-  conductas fácilmente extrapolables  hacia sus congéneres.

Nada de esto se puede demostrar, por supuesto. Ya decía Kant que los imperativos morales no pueden fundamentarse en demostraciones teóricas y mucho menos científicas.  Pero la  necesidad  de  construir  una  civilización  que  minimice  el  sufrimiento –también el animal- y proteja no solo al ser humano sino también a la naturaleza en la cual vive es una aspiración que no por indemostrable es menos deseable.

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