Dominio público

Nuestra parte de corrupción de cada día

Nere Basabe

El extesorero del PP Luis Bárcenas durante el juicio por la presunta caja 'b' del PP. E.P./Pool
El extesorero del PP Luis Bárcenas durante el juicio por la presunta caja 'b' del PP. E.P./Pool

Cuando desde la caverna manosean la historia para acusar al gobierno de Sánchez de frentepopulista (¿tratan acaso de excusar mediante el supuesto paralelismo un posible golpe de Estado futuro?), se olvidan de un detalle fundamental: no es la presencia de algún ministro comunista en el gobierno, o la amnistía a Companys por los sucesos en Catalunya de 1934 lo que los asemeja, sino que ambas coaliciones de izquierdas llegaron al poder después de que la derecha, de entonces y de ahora, sucumbiera a los escándalos de corrupción.

El acervo popular convirtió el mayor escándalo político de la Segunda República en un modus vivendi, convirtiendo el nombre de las famosas ruletas Straperlo en sinónimo de menudeo en el mercado negro. Estando prohibidos los juegos de azar, diversos políticos permitieron su comercialización a cambio de jugosas comisiones y sobornos. Ya lo dijo Maquiavelo, que la política no se podía ejercer sin tener en cuenta a la diosa Fortuna. Solo que el azar en esta ocasión estaba manipulado, porque ya se sabe que siempre gana la banca. A este escándalo se le sumó poco después el caso Nombela, nombre de un funcionario colonial que movido por el celo profesional se atrevió a denunciar la indemnización fraudulenta aprobada por el gobierno radical-cedista al dueño de la Compañía de África Occidental que operaba en Guinea. Ambos escándalos de corrupción acabaron con el gobierno de Lerroux y el "bienio conservador", y supusieron la defenestración del Partido Radical, por lo que Alcalá-Zamora optó por convocar nuevas elecciones para febrero del 36.

Llámese Estraperlo, Púnica o Gürtel, de aquellas lluvias estos lodos. El famoso hispanista Paul Preston, ante el encargo de escribir una historia de España desde la Restauración de 1874 hasta nuestros días, buscó un hilo conductor y no encontró mejor leitmotiv patrio que la corrupción; una historia del chanchullo, el cohecho y la malversación que retrata en su último libro, Un pueblo traicionado, y que nos retrata.

Y es que el género de la picaresca probablemente sea nuestra mayor aportación a la historia de la literatura. Frente a la idealización de la novela de caballerías o pastoril que campaba en Europa, España acuñó el realismo, y la realidad que retrató tan fidedignamente resultó que estaba podrida. En un Siglo de Oro que solo debe tal nombre a la expresión de sus artes y sus letras, frente al latón de las degradadas instituciones del imperio y la corrupción moral de una hidalguía venida a menos, desterrado todo código de honra y honor, triunfaron estas novelas protagonizadas por pillos antiheroicos. Aquellas novelitas trataban de aleccionar mediante el desengaño del pícaro escarmentado, pero su pretendido componente moralizador no contaba con que su éxito se debería más bien a la sátira y el humor, que hizo de aquellos desheredados y pequeños nicolases (o Juan March o Jesús Gil, que lo mismo pasaban por la cárcel que ganaban elecciones) verdaderos héroes del pueblo, nuestra versión patria y traviesa del impoluto Robin Hood.

Los Lazarillos y Guzmanes de Alfarache constituían una epopeya del hambre, esa que agudiza el ingenio. Y aunque el hambre ya no sea la misma (camino vamos), los más recientes estudios genéticos han demostrado que el hambre también se hereda: tal es el caso de la crisis de la patata irlandesa de mediados del siglo diecinueve, cuya huella pervive en el ADN de las generaciones sucesivas.

Lejos de pretender situar la estafa en nuestro ADN, Preston señalaba que fueron las dictaduras de Primo de Rivera y Franco las que institucionalizaron la corrupción en España, instaurando un régimen no de derechos, sino de favores. Su compatriota y colega de profesión Tony Judt coincide en apuntar al cinismo reinante en el tardofranquismo, en el que el Estado y sus leyes eran concebidos en términos instrumentales, pero apunta, eso sí, que la corrupción no sería algo exclusivo de la idiosincrasia española ni su frágil democracia.

Porque la política es cara. El coste de campañas, asesores, publicidad, cada vez es mayor, correspondientes pagos de cuotas, decaen los sindicatos de masa, y las donaciones privadas, a diferencia de Estados Unidos, están fuertemente reguladas y limitadas en Europa. Y en la década de los noventa, cuando una economía boyante ampliaba la disponibilidad del dinero, la búsqueda de fuentes alternativas de financiación, aunque fueran ilícitas, carcomió a los grandes partidos del continente. En Italia, el caso Tangentópolis ("ciudad de los sobornos") en el que la operación Manos Limpias destapó una red sistémica de corrupción se llevó por delante el gobierno de Bettino Craxi, huido de la justicia hasta su muerte en Túnez, se saldó con más de 1.200 condenas, una treintena de suicidios y acabó con los dos grandes partidos, el Partido Socialista y la Democracia Cristiana; no fue un Frente Popular lo que vino después, sino Berlusconi.

Ni Helmut Kohl escapó a las salpicaduras del chapapote de la corrupción, y en Francia, socialistas como Alain Juppé o conservadores como Chirac y Sarkozy también que tuvieron que rendir cuentas ante la justicia. Un poco más allá llegó la cosa en Bélgica con el caso Dassault/Agusta, por licitaciones militares a cambio de comisiones: hubo políticos socialistas detenidos, y también asesinados.

Aquí, mientras, Hacienda somos todos, pero delinquiendo contra el erario público parece que no se le roba a nadie. Y si hace mella, pronto se olvida. La tecnología de la corrupción cada vez es más sofisticada, y se llena de neologismos como offshore, lobbying, stakeholding, difícilmente asimilables por el público cuyos conocimientos financieros se reducen a llegar a fin de mes. Los sumarios se llenan de miles de folios, se abren piezas separadas engordando la maraña, la instrucción no termina nunca, los delitos prescriben. Si unos tienen su Gürtel otros tuvieron su Filesa, ni la Corona se libra, ¿y Cospedal?: nos encojemos de hombros curados de espanto porque ya hemos perdido la cuenta.

Los medios de comunicación, hambrientos de titulares por no decir de beneficios, tienen su parte de culpa: porque no es lo mismo robar dos cremas en un supermercado que evadir dos millones en Suiza mediante testaferro, ni comprarse un chalet con hipoteca que cobrar un 3% de comisiones en licitaciones públicas. Porque no todos son iguales. Detalles más propios de Mortadelo y Filemón como un secuestrador disfrazado de cura o pruebas en un disco duro destrozadas a martillazos podrían en última instancia captar nuestra atención, pero es de primero de periodismo que una noticia recurrente deja de ser noticia.

El cesto tiene manzanas podridas porque no nos atrevimos a comer el fruto del árbol de la sabiduría (nos dijeron que era pecado) y dejamos que se echara a perder. Tal vez, si los carteles electorales apuntaran, en vez de a cuánto cuesta la manutención de un Menor No Acompañado, qué proporción de los impuestos que pagamos acaba en paraísos fiscales, cuentas en B o maletas en un sobretecho, nos daríamos al fin por aludidos: una casilla como la de la Iglesia en la declaración de la Renta. Y en vez de asentir con el refranero del Lazarillo de Tormes y su "Más vale un duro que un desnudo", abrazáramos la sabiduría popular de Machado: "En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva".

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