El azar y la necesidad

Talleyrand, Fouché y Aznar.

Yo quiero que durante siglos, se continúe discutiendo sobre aquello que yo he sido, aquello que he pensado, aquello que he querido. Eso es lo que deseaba al final de sus días Maurice de Talleyrand,  la mente más brillante que haya dado jamás la política francesa. Ese voluntad de persistir en el tiempo, de pasar a la historia,  afecta a muchos de nuestros políticos actuales, en especial a los ex presidentes del gobierno, en especial a José María Aznar. Pero Aznar no es la mente más brillante de este siglo ni del pasado.

Maurice de Talleyrand, obispo de Autan, fue conocido en su tiempo como le diable boiteux, el diablo cojo, la encarnación del mal en la política y la diplomacia. Gracias a su inteligencia endiablada, Talleyrand  consiguió estar en los puestos más altos de la política por un periodo de casi cincuenta años, desde su elección como presidente de la Asamblea Constituyente en 1790  hasta sus últimos servicios como embajador en Londres en 1834. Talleyrand supo mantenerse en el poder con la Monarquía Constitucional, con la República, con el Imperio, con la Restauración y con la monarquía felipista que surgió de la revolución de 1830. Talleyrand, a pesar de su camaleónica capacidad de adaptación, de su connivencia con el poder, de sus maniobras cortesanas, de su afán de lucro desmesurado, de su gusto por la buena vida, de sus numerosas amantes,  tenía ideas propias, creía en una Europa cohesionada en base al establecimiento de monarquías constitucionales. Talleyrand servía a sus propios intereses, es cierto, pero también a Francia y a la idea de una Europa unida por los valores de la Ilustración. Talleyrand era un hombre corrupto, corrompible y corrompedor, en la medida en que el dinero era un medio indispensable no sólo para conseguir sus propósitos, si no para algo tan indispensable como sobrevivir en un entorno poco amigable.

Talleyrand, a pesar de todos sus defectos, fue un auténtico hombre de estado, persuasivo, un mago de la diplomacia que deslumbraba a sus interlocutores, un gigante.  En las antípodas de lo que representaba Talleyrand  se encontraba Joseph Fouché, ministro del interior, un hombre gris, sin ornamentos, vulgar en muchos aspectos, servil en el trato con sus superiores, despiadado en el ejercicio del poder. Fouché persistió en la política de su tiempo gracias a lo que hoy llamaríamos dossiers, informes de personajes ilustres conseguidos gracias a una intrincada y voluminosa red de espías que operaban dentro del estado y al margen de él. Era despreciado y temido a partes iguales, un intrigante de la peor calaña, un asesino con aspecto de feliz padre de familia, de ciudadano honrado y convencional, retraído y feroz.

Talleyrand y Fouché se temían y se despreciaban, los dos eran poderosos y representaban modos distintos de entender el ejercicio de la política, los dos modelos de político entraban en colisión. En los albores del siglo XXI, dos siglos más tarde, esa colisión de modelos no existe. Los políticos, en especial en España, son hijos híbridos de Fouché y de la peor cara de Talleyrand. Persiguen la riqueza y el lujo, pero aparentan ser ejemplares padres de familia, camuflan su servilismo a los poderes del mercado con principios de liberalismo decimonónico mal digeridos, obedecen y adulan a sus superiores no por fidelidad si no para medrar, cuando ejercen el poder  imponen por la fuerza aquello que no consiguen explicar con la razón. Aznar responde a la perfección  a ese modelo híbrido de político mediocre con ínfulas de gran estadista. Aznar cree dominar los entresijos de la política, se sueña conspirador, intrigante, hábil en sus manejos, le gusta inspirar temor a sus opositores y a sus seguidores. Aznar, además, quiere pasar a la historia, como salvador de la patria. Pasar a la historia está al alcance de Aznar,   porqué en España se encumbra con facilidad la falta de talento. Aznar tiene trazas de Fouché, le gusta amedrentar, y aspira a la grandeza de Talleyrand, se cree atractivo y le gusta seducir. El problema de Aznar es que carece de la sagacidad de uno y de la inteligencia y la cultura del otro.

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