La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) acaba de publicar un interesante informe, "In it together. Why less inequality benefits all", que confirma lo que ya sabíamos por otros muchos estudios: la desigualdad ya era importante antes del crack financiero, cuando las economías crecían a buen ritmo; ha subido con fuerza durante los años de crisis, especialmente a partir de 2010; y, lejos de mitigarse con el retorno al (todavía modesto) crecimiento, sigue su curso.
Al respecto, la OCDE –organización que no se distingue por su radicalismo, sino todo lo contrario- ofrece una información estadística abrumadora, que no deja espacio para la duda. En la mayor parte de los países analizados ha aumentado la desigualdad, y España se encuentra, sin paliativos, en el grupo de cabecera. De los 34 países que forman parte de la OCDE, sólo 5 tienen un índice de gini, indicador habitualmente utilizado para medir la inequidad en la distribución del ingreso, con un valor superior al nuestro: Estonia, Israel, México, Reino Unido y Estados Unidos.
Ningún gobierno decente y responsable estaría satisfecho con este balance, pero los responsables políticos del Partido Popular (PP) siguen a lo suyo, sin pestañear: "Se hizo lo que había que hacer" (lenguaje Rajoy) y "estamos en el buen camino" (ídem).
Me pregunto cómo es posible tanto desvarío y desvergüenza. Difícil de contestar. Quizá viven en una cómoda urna de cristal compartiendo un espacio que sólo habitan los privilegiados, o se encuentran encerrados en una muralla ideológica que les impide distinguir sueños de realidades, o acaso escenifican el guion escrito por los que controlan los resortes del poder económico y mediático. Pienso que de todo un poco hay en la viña del señor: hipocresía, arrogancia, cinismo y desdén hacia la gente.
Son muchos los asuntos que aborda el estudio de la OCDE, imposibles de resumir en unas pocas líneas. Comentaré uno de ellos, de especial relevancia: el balance de la desigualdad antes y después de las transferencias y los impuestos, es decir, antes y después de registrado el efecto de las políticas públicas. Cabe suponer que éstas tienen un efecto redistributivo y que contribuyen a corregir, al menos en parte, las desigualdades producidas por el mercado.
Pongamos un ejemplo. Muchos trabajadores han perdido su empleo o han visto cómo se reducía su salario (también aquí lideramos el ranking). Al mismo tiempo, las retribuciones de los altos ejecutivos y las rentas del capital (beneficios y dividendos) han conservado o incluso fortalecido su posición. El resultado de tan divergente evolución es el aumento de la desigualdad, entre los salarios y entre éstos y el capital.
Las administraciones públicas pueden (si existe voluntad política para ello) suavizar o invertir esta evolución a través, por ejemplo, del aumento del salario mínimo, de las prestaciones por desempleo y de las ayudas a las familias más desfavorecidas, o también intensificando la progresividad fiscal sobre los tramos de renta más altos.
Ya he dicho antes que la desigualdad apuntaba y apunta al alza en casi todos los países de la OCDE (también, por cierto, en las "prósperas" economías del norte, aquellas que nos presentan como ejemplo a seguir), pero en España encontramos una importante singularidad. No sólo es el país de la OCDE que ha experimentado una mayor progresión en la desigualdad en los ingresos que se obtienen en el mercado. También ha sido el que ha conocido un aumento más intenso en el indice de gini de la renta disponible, esto es, la que tienen las personas después de contabilizar los impuestos y las transferencias.
Así pues, a la desigualdad originada en el mercado se suma (en lugar de restar, como indicaba en el ejemplo) la provocada por la acción de las administraciones públicas. En las antípodas de lo prometido por el PP en las elecciones que les otorgaron una cómoda mayoría absoluta, las políticas aplicadas en materia presupuestaria han consistido en drásticos recortes en las partidas sociales y en el aumento de la presión fiscal sobre las rentas medias y bajas; al mismo tiempo, se han destinado generosas cantidades de recursos públicos a los grandes bancos.
Se trata de una evolución inquietante que pone de manifiesto, por un lado, que los costes de la crisis económica están siendo soportados por la mayoría social y, por otro, que las oligarquías han capturado los espacios públicos, sometiéndolos a sus designios. Las elites han encontrado una oportunidad histórica para apropiarse, con una mínima resistencia social, de renta y riqueza de la población.
Por todo ello, sospecho que hay fuerzas e intereses muy poderosos –las manos visibles e invisibles del mercado, en abierta connivencia con las elites políticas- que apuestan por mantener el corazón de las políticas de "austeridad". Éstas forman parte –junto a las de represión salarial, la desregulación de los mercados laborales, la privatización y mercantilización de los activos estatales y la refinanciarización de los procesos económicos- de la esencia misma del capitalismo que emerge de la crisis, con un marcado perfil extractivo.
Es necesario, es urgente reivindicar el papel redistributivo del Estado –en beneficio, sobre todo, de los grupos sociales más desfavorecidos-; ahora hay redistribución, pero en beneficio de los ricos. Defiendo una enérgica acción pública y política por justicia, porque debe ser una de las piedras angulares de la recuperación de la demanda, porque también puede contribuir a la modernización de nuestro tejido productivo, porque la desigualdad ha estado en el origen de la crisis económica y porque, como sostiene la OCDE, haciendo suyo un argumento respaldado por numerosas y prestigiosas investigaciones, la desigualdad perjudica el crecimiento.
Hay que poner término a las injustas e ineficientes políticas de ajuste presupuestario. Pero para enfrentar la fractura social también es fundamental aplicar políticas (reformas estructurales) encaminadas a debilitar el poder oligárquico de la industria financiera y las grandes corporaciones y a empoderar a los trabajadores y la ciudadanía. En mi opinión, centrarse en lo primero y olvidar, o relegar a un segundo plano, lo segundo sería un gran error estratégico que debilitaría el potencial de cambio que está floreciendo en nuestro país.
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