Otra economía

¿Regalar el dinero público o imponer condiciones?

Varias personas protestan durante una marcha por la educación pública entre Neptuno y Cibeles, el pasado 9 de septiembre de 2023, en Madrid- - Jesús Hellín | EUROPA PRESS
Varias personas protestan durante una marcha por la educación pública entre Neptuno y Cibeles, el pasado 9 de septiembre de 2023, en Madrid- - Jesús Hellín | EUROPA PRESS

Empezaré con una declaración de principios: No sólo es necesario, además de urgente, defender lo público, en una pendiente de continua degradación de lo común, sino que hay que ampliar y fortalecer este espacio. No veo otra manera de reducir la desigualdad y de abordar las consecuencias del cambio climático, desafíos que no pueden quedar al albur de los mercados y sometidos a la lógica del sector privado.

Para mí esta es una idea básica, un irrenunciable punto de partida y de llegada, inspirador de una visión que debe presidir la orientación de la política económica. Un principio que lejos de perder vigencia la ha ganado, sobre todo porque, desde hace décadas y también en la actualidad, cuando el capitalismo ha encadenado varias crisis de gran envergadura, hay toda una estrategia muy bien articulada destinada a la apropiación de lo común por parte de las corporaciones privadas y de las elites, con el propósito de convertirlo en negocio y fuente de ganancias.

Es en este contexto donde propongo al lector una reflexión sobre la "condicionalidad", término que, siguiendo a la Real Academia de la Lengua Española, podemos traducir como "poner condiciones".

Una expresión que, casi de inmediato, podemos asociar a las políticas llevadas a la cabo por las instituciones comunitarias; para ser más preciso, a las exigencias que estas instituciones han impuesto a los Gobiernos a la hora de avalar sus políticas económicas. Apelando a la necesidad de converger hacia los parámetros establecidos en el Tratado de Maastricht –a partir del que vio la luz la Unión Económica y Monetaria–, especialmente en lo que concierne con los límites en materia de déficit y deuda públicos (3% y 60% del Producto Interior Bruto, respectivamente), se ha exigido a los Gobiernos comprometerse con políticas denominadas de "austeridad". Término con un evidente barniz ideológico que pretendía ocultar los privilegios de los de arriba y sus intereses, detrás de los cuales había una agenda de transformaciones macroeconómicas y estructurales dirigidas prioritariamente a la intensificación de las privatizaciones y la mercantilización de las esferas públicas más rentables y la desregulación de las relaciones laborales.

Esa condicionalidad, que continúa vigente en la actualidad en lo fundamental, no sólo supone una inaceptable intromisión en la soberanía de los Gobiernos, sino que también impone, como si no hubiera otras alternativas, una determinada opción de política económica, profundamente conservadora y, como he señalado antes, al servicio de las elites empresariales. Esa es una condicionalidad, sobre la cual se ha construido en las últimas décadas el andamiaje comunitario, que las izquierdas, para reconocerse como tales, deberían impugnar de plano.

Pero, desde otro lado, hay al menos otra acepción de la condicionalidad que hay que defender con fuerza, diría que con pasión. La que tiene que ver con el uso de los recursos públicos. Esos recursos que los Gobiernos obtienen a partir de los impuestos que pagan la ciudadanía y las empresas, de la deuda contraída por las administraciones públicas –desde el estallido de la pandemia los Gobiernos no están obligadas a cumplir con el Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento, que, como he señalado antes, fijaba techos estrictos en materia de déficit y deuda públicos– y de las transferencias que, para enfrentar el colapso producido por la irrupción de la COVID-19 y promover la reactivación y reestructuración de las economías, los Gobiernos están recibiendo de la Comisión Europea (un monto sustancial en nuestro caso).

Recursos muy golosos que están en el punto de mira del sector privado, especialmente de las grandes empresas. En un contexto de moderado crecimiento económico, dominado por la incertidumbre y la inestabilidad, y con insuficientes aumentos de la productividad, la apropiación de los recursos públicos se convierte en una pieza esencial de su modelo de negocio.

Dicho y hecho. Las grandes firmas han diseñado estrategias para estar bien posicionadas a la hora de hacerse con buena parte de los recursos públicos disponibles. No sólo han contado con el apoyo de la tupida, compleja y a menudo opaca red de relaciones de los jefes de las corporaciones con los altos cargos de las administraciones públicas, sino que han dispuesto de un poderoso aparato logístico – consultoras, bufetes jurídicos, empresas de auditoria...– que han utilizado su influencia y capacidad de gestión para hacer valer sus intereses. Y han contado, además, con unas instituciones comunitarias y un Gobierno, el que ha cerrado la legislatura anterior, complaciente, que no sólo han permitido sino que han favorecido que las grandes firmas privadas estén en el epicentro de la asignación de los dineros públicos.

Es precisamente aquí donde es necesario reivindicar otra condicionalidad, que nada tiene que ver con la que han impuesto las instituciones comunitarias en materia macroeconómica y estructural. Ni los Gobiernos ni las instituciones comunitarias deben regalar el dinero al sector privado, ni, por supuesto, tragarse el cuento de que, por definición, es más eficiente y trasparente que el público.

Presento a continuación, una somera lista de condiciones. Las empresas privadas que reciban recursos o garantías públicas deberían estar obligadas a:

- Mantener, al menos, la capacidad adquisitiva de los trabajadores y conservar el empleo.
- Limitar las retribuciones de sus ejecutivos y el reparto de dividendos a los accionistas.
- Garantizar la igualdad de genero en materia salarial y de promoción profesional.
- Estar al tanto de las obligaciones tributarias y no operar en paraísos fiscales.
- Garantizar el ejercicio de la negociación colectiva.
- Elaborar un plan concreto que reduzca el consumo de energía y el impacto medioambiental de su actividad.
- Estar al corriente de los pagos a la Seguridad Social y suprimir las horas extraordinarias no pagadas.

¿Es difícil avanzar en esta dirección? Sí, lo es. Si un modesto aumento del salario mínimo levanta ampollas en las patronales, es claro que defender en este ámbito los intereses de las clases populares y la primacía de lo común, frente a la lógica depredadora del capital, no será tarea fácil, pues contará con la resistencia de los grupos económicos y políticos que saben que la defensa de sus privilegios pasa por la ocupación de lo público... pero es lo que toca si realmente queremos empezar a construir las bases de otra economía, solidaria y sostenible.

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