La realidad y el deseo

Vivirán peor

La desconfianza marca el ánimo de la vida española. No es sólo un sentimiento de gravedad individual. Hay una clara dimensión social de la desconfianza. Es esta dimensión la que desemboca en el descrédito de la política.

¿Es que podemos hablar de confianza en años anteriores? ¿Hubo confianza en los años sesenta o noventa? Como telón de fondo, creo que sí. Por muy difíciles que fuesen las situaciones en la dictadura, por muchos errores que se cometieran en la Transición, había confianza en algo decisivo cuando se habla de estados de ánimo y de comunidad: los hijos iban a vivir mejor que los padres. Los sacrificios y la valentía, la lealtad y el esfuerzo estaban justificados por una recompensa posterior.

Ese es el relato que hoy se ha quebrado. Convivimos con indicios muy claros de que nuestros hijos vivirán peor que nosotros. Las altas preguntas sobre el futuro se encarnan en un malestar muy humilde. ¿Qué va a ser de ti?, ¿cómo vas a vivir?, ¿encontrarás trabajo?, ¿deberás irte de España?, así fluye el interrogatorio silencioso de un padre cuando piensa en su hijo.

Se trata de un interrogatorio que debe tenerse muy en cuenta para comprender la pésima consideración que hoy tienen los españoles de la política, los partidos y el Parlamento. La corrupción es un espectáculo bochornoso, ensucia un país, pudre las costumbres. Pero cuando hay dinero que repartir para todos, los ciudadanos sin escrúpulos se acostumbran por desgracia a vivir en la infamia. Muchos alcaldes corruptos han sido premiados con abrumadoras mayorías.

El sectarismo, las mentiras electorales, las promesas partidistas, las interpretaciones tergiversadas de la realidad, la ley del embudo y el clientelismo -todas las características propias de la representación política bipartidista-, componen un espectáculo molesto, triste y poco gratificante. Pero, por desgracia, los ciudadanos acaban utilizando el rencor y el miedo como moneda de cambio y acuden a votar no por fe en los suyos sino por desprecio de sus adversarios.

Lo que realmente destruye el juego político es la desconfianza en el futuro, o sea, la pérdida de fe en la soberanía popular, la conciencia de que el Parlamento no sirve para solucionar los problemas y que los hijos, por mucho que se vote, acabarán viviendo peor que los padres. Esta es la sensación que tienen hoy los españoles. Con más evidencia que en otros países europeos, porque nuestra famosa Transición pacto una democracia limitada y precaria, sentimos que el Parlamento no es un lugar útil, un espacio de decisión, un taller de futuro. En despachos de gente no votada, ámbitos opacos y extranjeros, los especuladores toman la decisión de lo que será la realidad de nuestros hijos. Y las élites españolas, contentas de mantener sus privilegios, abandonan al país en manos del negocio ajeno y aceptan un acelerado empobrecimiento general.

Nuestros hijos, pues, vivirán peor. Esa es la razón definitiva del descrédito de la política española. Sólo queda aclarar una cosa: ¿qué significa vivir peor? Desde mi punto de vista, que es un punto de vista precavido, vivir peor significa convivir con menos derechos cívicos, con unos servicios públicos deficientes, con una sanidad deteriorada, con una educación poco igualitaria, con una legislación laboral humillada y con unas pensiones frágiles. Una condena de inseguridad social perpetua.

Las élites españolas nos convencieron en los años 80 de que vivir mejor significaba consumir más, jugar a la ruleta del dinero. Ahora intentan convencernos de que saldremos de esta crisis cuando vuelva a moverse el dinero, cuando el consumo se desate y las calles se llenen de desperdicios en una moral de usar y tirar. Pero ese regreso del dinero no impedirá que nuestros hijos vivan peor, con menos derechos cívicos, porque la reactivación de la economía será elitista, antidemocrática e insolidaria.

Para que nuestros hijos vivan mejor y para que se recupere el crédito en la política, más que en el dinero hay que pensar en un Parlamento capaz de defender los derechos cívicos.

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