Otras miradas

De Trump y del trumpismo

Toño Abad

Activista por los derechos humanos y LGTBI

Donald Trump en la Casa Blanca este jueves. — EFE

El mundo respira. Probablemente las elecciones americanas del 3 de noviembre han puesto fin a una de las eras políticas más extrañas y oscuras de las que hemos sido testigos en la historia reciente. Al menos en lo formal.

La derrota de Trump, que ha tenido en vilo a las democracias de medio mundo, supone un descanso en un annus horribilis que ha acabado con la vida de cientos de miles de personas y con la moral de millones a causa de la pandemia. Es un respiro del despropósito político, de la parodia de las instituciones, de la burla de la democracia y, sobre todo, es el fin del sinsentido. Era tan enorme la necesidad de cambio que medios de comunicación de todo el mundo y la opinión pública se han interrogando, preocupados, sobre la posibilidad de que el presidente derrotado no abandone la Casa Blanca el próximo 20 de enero, o tome decisiones impropias para un mandatario saliente que ha demostrado que detesta la democracia en sí misma.

Pero el fin de Trump no es el fin del trumpismo, de la era que él inauguró el año 2017, ni tampoco de las transformaciones políticas que ha provocado. Trump ha inspirado y alimentado una internacional del odio que se ha diseminado a lo largo y ancho del mundo y que alcanza las instituciones más importantes de las principales democracias occidentales. A través de los hechos alternativos, la posverdad, las mentiras o las fake news se han ido haciendo hueco entre la multitud, fomentando el rechazo y el odio, bajo una máscara de inconformismo social y rebeldía infantil que esconde los intereses clásicos de las clases más privilegiadas, sumando a sus ideas de descontento social numerosos movimientos que hasta ahora estaban desarticulados y en el peor de los casos, en la irrelevancia.

La llegada de Trump al poder, más allá de lo estético, supuso rearmar material e ideológicamente a las tribus más variopintas y marginales de la derecha americana y mundial, con el pretexto del inconformismo con las instituciones. A la existencia de grupos de presión ultrarreligiosos, ultranacionalistas y racistas y defensores de las armas, tradicionalmente muy influyentes en la derecha americana, ha sumado a los negacionistas, los revisionistas, antiderechos y antilibertades, los fascistas, los autoritarios, nostáligicos, nativistas, neonazis, patriotas o los antivacunas, terraplanistas y conspiranoicos. Grupos que por sí mismos nunca habían tenido un liderazgo común tan claro y que siglos de progreso ilustrado, tecnológico e intelectual, no pudo eliminar o redujo a la marginalidad.

El populismo de derechas ha conseguido unir a todos los que la democracia y el reconocimiento de derechos dejó en los márgenes de la civilización, asustados por un mundo en el que mujeres, negros, homosexuales y migrantes nos negamos a pertenecer a una ciudadanía de segunda y a la irrelevancia social. Personajes que paulatinamente perdieron el poder para crear una sociedad a su imagen y semejanza y que el pacto social y la democracia, los avances y los hechos y, sobre todo, el triunfo de los derechos civiles y libertades públicas puso a la cola del sistema.

Trump y el trumpismo han logrado convertir por adición, en definitiva, lo marginal en masa crítica con la que logró un enorme apoyo popular en las urnas -es la segunda candidatura más votada de la historia de las elecciones estadounidenses. Un personaje caprichoso, caricaturesco, autoritario, tendencioso y mentiroso que ni siquiera los suyos, los propios republicanos, han querido nunca cerca. Un personaje que la ciudadanía norteamericana ha derrotado en las urnas, pero cuya dialéctica seguirá en el liderazgo ideológico de la derecha alternativa mundial, fundada en torno a su personalidad, ideas y disparates.

El reflejo de este movimiento político y social se puede observar en Europa, recorrida por una ola de extremismo religioso, nacionalista y nítidamente fascista que se opone a las libertades y derechos fundacionales de la Unión Europea, que aborrece las conquistas sociales o que, allá donde gobierna o influye, ejecuta su plan contra el Estado Social.

Una internacional del odio de la que tan solo se libran cinco de los veintisiete países europeos, que no cuentan con extrema derecha en sus instituciones, y que se hace urgente combatir y eliminar, por medio de las urnas, pero sobre todo por medio de los argumentos y de la verdad. Grupos alimentados por el descontento social creado en torno a la situación sociosanitaria, contra la respuesta confusa y siempre lenta de las instituciones europeas y nacionales, del malestar social por la situación económica sobrevenida. Una derecha alternativa que paradójicamente se autoproclama defensora de las libertades públicas frente a los estados de alarma, de calamidad o excepción que se promulgan a lo largo y ancho de Europa para frenar la tragedia humana que se lleva miles de vidas diariamente y sobre la que no hay todavía una solución científica desarrollada. Una ultraderecha, que crece en el campo de cultivo del descontento, que se consolida y que se magnifica en la desgracia social y humana y el caos,  pero que es la misma derecha reaccionaria de siempre, la que tanto daño y sufrimiento causó en Europa y que entonces, igual que ahora, también creció en el descontento aprovechándose de las circunstancias históricas. Un movimiento ultra que ya influye directa o indirectamente en sus socios moderados, que con una mano intentan apartar pero que con la otra acatan sus dictados para mantener una hegemonía que cada día ven peligrar más.

El resultado de las elecciones norteamericanas, a pesar del enorme apoyo popular logrado por el partido republicano, pone fin a muchas incertidumbres pero abre interrogantes que será difícil responder sin la distancia suficiente. No hay fórmulas mágicas ni magistrales para parar la marea de odio que nos llega a las rodillas y enfanga todo cuanto toca, como la enorme mancha del petrolero herido. No hay soluciones inmediatas a la unión de los intereses de los marginados políticos y de los antidemócratas. Lo que hay es una emergencia y una necesidad. Una emergencia frente a quienes quieren arrebatar lo conquistado y los logros que tanto sufrimiento costó conseguir y en cuya agenda de destrucción están nuestros derechos más básicos. Y una necesidad: preservar esos derechos que son la única garantía del bienestar social y de la paz. Promover políticas públicas, allá en las instituciones donde gobiernen los partidos que representan el progreso, para que nadie se quede fuera, a expensas de que la semilla del odio no prenda ni crezca. Esto es, tomar buena nota, porque el terreno ha sido abonado cuidadosamente estos últimos cuatro años para que el árbol crezca fuerte y sano. Si no somos capaces de verlo, la izquierda social española, europea y mundial seguirá tropezando, una y otra vez en los mismos errores. Por el contrario, la dignidad, las libertades, la igualdad, los derechos se esfumarán, esperando a que, dentro de otros cien años, los que escriban artículos de opinión, tribunas y editoriales, como esta, se pregunten ¿por qué permitieron que todo eso ocurriera?

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