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Desmontando la ‘doctrina Cayetana’

Por Luis Suárez, miembro de La Comuna.

La ‘nueva normalidad’ apunta ya inquietantes fenómenos, al menos en el terreno político. La diputada del PP Álvarez de Toledo, por nombre Cayetana, con su sonada intervención en el Congreso el pasado 27 de mayo, fecha en la que informó al diputado Pablo Iglesias de que su padre era un terrorista, ha marcado un hito en la agenda ideológica de la derecha española, en particular de su fracción más condescendiente con la herencia franquista.

Una injuria muy deliberada
¿Anécdota, ocurrencia, un calentón de la diputada? Más bien, no. Detrás hay mucha teoría política, mucho FAES. Por eso la diputada se ha reafirmado insistentemente en su acusación y en que quedara recogida en el diario de sesiones, contra el criterio de la presidenta de la cámara. Pudo comprobarse enseguida a través de una, digamos, auto-entrevista en ABC unos pocos días más tarde, que le ha servido para desplegar ampliamente su ‘pensamiento’ político. De hecho, todo da a entender que el insulto en sede parlamentaria no fue sino la forma de anunciar, digamos, el lanzamiento publicitario, de este nuevo producto y campaña ideológica.

En ese, a modo de manifiesto, la diputada declara que espera que su intervención suponga una inflexión y explica lo que llama ‘el sentido profundo de su intervención’: ‘Se acabó el pedir perdón a los totalitarios por ser demócratas. Se acabó el síndrome de Estocolmo de la derecha frente a la izquierda más radical’.

Se veía venir; los epígonos del Caudillo están tan crecidos, se han puesto tan estupendos, que en cualquier momento tenían que empezar a impartir certificados de ‘limpieza de sangre’ democrática. Los neofranquistas, ese universo de travestis políticos – ayer fascistas, hoy demócratas de toda la vida -, han decidido que ya es hora de que sean ellos, y no los antifranquistas, quienes definan el canon democrático. En plena desescalada sanitaria, la derecha se lanza a escalar nuevas cumbres retóricas. Debe ser parte de la ‘nueva normalidad’, aunque a mí, la verdad, muy normal no me parece, no en plan democrático, vamos. Y de novedoso, como se verá, tampoco tiene mucho.

La Transición lo aguanta todo
¿Cuál es esa doctrina que la diputada ha decidido poner en circulación? Pues muy sencillo, dice así: ‘Bajo la máscara del antifranquismo se esconden muchas cosas: hubo antifranquistas demócratas (...), pero hubo que no lo fueron. (...) Y pertenecer al brazo armado de una organización política (...) no es ser un demócrata, eso es formar parte de una organización terrorista, que es como se califica el FRAP’ (sic).

Como casi todo lo que fluye por el sistema neuronal-político de este país, la doctrina Cayetana brota también de esa fuente inagotable de coartadas que es nuestra Transición, algo así como el acto fundacional, la creación o el big bang - según los gustos de cada cual en materia de cosmogonía – de nuestra historia reciente. Esta es su particular interpretación: ‘La democracia la trajeron los reformistas, desde el régimen y desde la oposición: Torcuato Fernández Miranda, Adolfo Suárez, Santiago Carrillo, etc., personas de todo el espectro político, pero demócratas todos ellos. Al margen de esto y contra ellos se quedó un grupúsculo que son los rupturistas, que no aceptaron la democracia.’ (sic; la negrita es mía).

Para hacer que el círculo cierre, la diputada atribuye a Pablo Iglesias la voluntad de continuar la ‘obra ideológica de su padre y del FRAP’, trabajando contra el orden constitucional para ‘cargarse el orden democrático’. De ahí su ‘vinculación con el mundo de la violencia’.

Para la derecha este constructo es perfecto, puesto que el rigor histórico nunca ha sido para ella una preocupación. ¿No han estado decenios sosteniendo patrañas como la conspiración judeo-masónica o la cruzada nacional-católica? Ahora bien, si se tiene cierto apego a la verdad, la teoría se revela como un grosero camelo - el macrocamelo cayetano –, un artefacto parcheado de trampas dialécticas y falsedades históricas.

Trampas, mentiras y bajezas morales
Empezando por las trampas: Por una parte, la teoría cayetanista presupone gratuitamente que todas las personas que se opusieron – nos opusimos – a los pactos de la transición, es decir, los ‘rupturistas’, habíamos formado parte de grupos que practicaban la lucha armada contra el franquismo. Otro salto en el vacío es considerar que la corriente que representa hoy Unidas-Podemos viene también viciada por el pecado capital de la violencia - el terrorismo - aunque sus dirigentes sean de una generación post-dictadura, y se hayan desmarcado abierta y públicamente de la violencia política producida en democracia, en particular, la practicada por ETA hasta el inicio de la década de los 2010.

Incluso desde una lógica neofranquista, reproducir 45 años después el calificativo de terrorista, sin siquiera tener la decencia de añadirle el prefijo ‘ex’, es simplemente una bajeza moral.

En cuanto a las principales falacias del cayetanismo: En primer lugar, el uso de la violencia contra un régimen totalitario ha sido históricamente legitimado, desde la lucha contra el apartheid en Suráfrica a la lucha contra los regímenes pro-nazis en los años 40, pasando por las varias dictaduras militares en América Latina en el siglo XX. Otra cosa sería en cada momento la oportunidad política del uso de la violencia. De hecho, partidos como el PCE practicaron la lucha armada (el maquis) en nuestro país hasta que al inicio de los años 50 del pasado siglo entendieron que la correlación de fuerzas exigía otras formas de resistencia y oposición.

A este respecto resulta curioso que, al parecer, la diputada se vanaglorie, entre otras muchas virtudes y herencias que reclama, de que su padre perteneció a la Resistencia francesa. Con independencia de la dudosa verosimilitud de ese ‘mérito’, Álvarez de Toledo debería entonces, como han señalado varios comentaristas, por coherencia, calificar a su padre igualmente como terrorista, y defenderlo ante una sociedad francesa que honra unánimemente, como no podría ser de otra forma, a los resistentes. Y, ya puestos, debería, en su otra patria (Argentina), atreverse a tildar también de terroristas a los militantes de organizaciones como Montoneros o ERP que lucharon con las armas en la mano contra las sangrientas dictaduras militares durante los 70 y principios de los 80. Sería interesante ver la reacción de la sociedad argentina, para la que aquellos, como resulta igualmente lógico, no son sino héroes.

En síntesis, y por mucho que les duela a los neofranquistas: el uso de la violencia contra la dictadura estaba moral y políticamente justificado. Punto.

Por lo tanto, el calificativo de ‘terrorista’, administrado por el régimen franquista, carece de credibilidad democrática alguna. Un régimen que sí fue terrorista, es decir, basado en el terror. Mediante la legislación, los tribunales especiales y sus cuerpos represivos, criminalizaba y perseguía las diversas formas de oposición, desde obreros huelguistas a estudiantes, intelectuales o nacionalistas, asignándoles según le convenía una calificación penal u otra, aparte, claro, de torturarles, encarcelarles y, de cuando en cuando, asesinarles.

Por otra parte, la democracia no la trajeron los llamados ‘reformistas’ de la Transición; estos se limitaron a pactar los términos en que una dictadura se travestía en una democracia; es decir, no decidieron la llegada de la democracia, sino la forma de cabalgar un proceso inevitable, impulsado por el imparable torrente social exigiendo las libertades - también reclamadas internacionalmente - para asegurar que los que entonces se llamaban ‘poderes fácticos’ (oligarquía económica, ejército, aparato represor – judicial y policial-, iglesia) salieran indemnes del mismo.

¿Demócratas?
Los reformistas que cita la diputada no eran todos demócratas, sino que algunos -notoriamente Fernández Miranda y Suárez, entre quienes ella nombra, representantes de la élite franquista - se disfrazaron apresuradamente de demócratas. Hasta ese momento, es decir, hasta que se firman los pactos, habían sido falangistas o altos cargos del franquismo, es decir, fascistas, condición diametralmente contraria a la de demócratas.

Quienes luchábamos contra la dictadura y luego defendimos la ruptura sí éramos demócratas; estábamos precisamente contra las concesiones antidemocráticas de la ‘reforma’: una monarquía impuesta por Franco, la negación del derecho de autodeterminación de las nacionalidades históricas, los privilegios de la iglesia católica... y, particularmente, la escandalosa impunidad de los innumerables crímenes del franquismo. Reclamábamos más democracia, por eso éramos demócratas.

La bendita Transición no fue un pacto entre demócratas libres en igualdad de condiciones, sino resultado de un chantaje o cambalache bajo la amenaza del aparato militar y represivo de la dictadura, intacto y acechante, ante la que se rendieron los representantes de la izquierda. Por ese motivo, ni los acuerdos entonces alcanzados pueden sacralizarse perpetuamente, ni todas las partes entonces involucradas lo defienden tal cual hoy día, en particular, en el campo de la izquierda, los herederos del PCE.

Muchas de aquellas personas ‘rupturistas’, además de demócratas somos víctimas no reconocidas, no reparadas, del franquismo; demócratas por partida doble: porque luchamos por las libertades y porque sufrimos represión por ello. Y también víctimas por partida doble, porque fuimos primero represaliados por la dictadura y después ignorados por la democracia.

Pero como a la derecha esto les debe parecer poco maltrato, ahora han decidido dar una vuelta de tuerca y recriminalizarnos - a los ‘rupturistas’ - como terroristas.

Cuando los neofranquistas decidieron impartir certificados de demócrata
La exhibición de osadía y manipulación que ha realizado Álvarez de Toledo tiene una lectura mucho más preocupante que la de constatar su capacidad para la representación de la infamia. Se trata de la reescritura integral de nuestro pasado reciente que, con un poco de ayuda sofista, carencia de escrúpulos democráticos, e ingentes cantidades de falsificación histórica, sirve para partir las aguas del panorama político de nuestro país entre demócratas pata negra y demócratas dudosos.

En efecto, si la frontera queda trazada por el ‘constitucionalismo’ - esto es, la fidelidad ciega a la Constitución del 78 - el paradójico resultado es que los neofascistas se convierten en demócratas y los antifranquistas en no-demócratas.

La fantasía ideológico-histórica que proclama esta diputada es un buen ejemplo de lo que desde la derecha se entiende por Memoria Histórica – en realidad Mentira Histórica. Estos relatos son posibles, o son más viables, gracias, de nuevo, al vergonzante olvido impuesto por la Transición. Hace tiempo que venimos diciendo desde diferentes foros memorialistas que el olvido legitima al franquismo, propicia su negacionismo y blanqueo. Ahora asistimos al siguiente nivel: la difamación y estigmatización de la resistencia antifranquista, recurriendo, nada menos, que a la semántica parda de la dictadura.

Parece que la doctrina Cayetana ya tiene algún discípulo; en concreto, Fernando Savater, otro conocido administrador de certificados de limpieza democrática - que en su caso solo requiere mostrar adhesión al españolismo. Sin nombrarla, se apresuró a jalearla en su columna trajana semanal. Refiriéndose al ocaso de la dictadura, sentencia: ‘Solo una cosa tenía clara: que ser antifranquista no era ser demócrata’. Poca cosa efectivamente tenía clara para la que entonces estaba cayendo.

En realidad, lo que sí estaba y está claro, bajo unos estándares democráticos mínimos, es que sin ser antifranquista no se puede ser demócrata. Y la derecha de este país, de forma mayoritaria, nunca se ha declarado ni ha demostrado ser antifranquista. Ahora, ha decidido sortear ese imperativo poniendo el foco de la sospecha precisamente sobre los antifranquistas.

En el plano de la memoria y la impunidad, la ‘nueva normalidad’ por el momento solo aporta nuevas versiones de viejos artificios dialécticos de una derecha recalcitrante y vergonzantemente franquista. O sea, la vieja anormalidad predemocrática del olvido y la impunidad, rejuvenecida solo en su apariencia.

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