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Tecnología y soledad

EL ELECTRÓN LIBRE // MANUEL LOZANO LEYVA

* Catedrático de Física Atómica Molecular y Nuclear, Universidad de Sevilla

Las críticas al uso, y no sólo al abuso, de las nuevas tecnologías se han convertido ya en lugares comunes. Las consolas no hacen más que atontar a los niños, los móviles crean tal dependencia que la inmensa mayoría de las conversaciones telefónicas son banales, escuchar música continuamente convierte a los jóvenes en zombis con auriculares, la televisión es una caja expendedora de basura, la radio es una perenne tertulia politiquera de lo más zafio, Internet vale para poco bueno, y todo ello, por cierto y supuesto, es lo que provoca que nadie lea un buen libro. Pero hay infinidad de psicólogos, pedagogos, sociólogos, neurólogos, etcétera, que hacen estudios que no llegan a las mismas conclusiones que los abanderados de los efectos nefastos anteriores. No obstante, tampoco esos profesionales encuentran casi nada bueno en el uso de las tecnologías modernas de información y comunicación, o por lo menos no lo airean tanto como lo negativo. Quizá por ello, no escucho a casi nadie alabar los efectos de la cacharrería electrónica de consumo, por más que los datos indiquen que o somos masoquistas o en el fondo nos encantan todas las novelerías electrónicas. En cualquier caso, sostengo que éstas hacen un inmenso bien a quienes más lo necesitan: los solitarios.

Solitarios, obviamente, somos todos los seres humanos, porque la soledad, en su acepción melancólica, que es la que aquí interesa, nos asalta infinidad de veces a lo largo de nuestra vida. Aventurémonos a hacer un cálculo tosco del número de personas que en cualquier instante de tiempo son presas de la soledad. Tendremos que sumar porcentajes de enfermos de medio y largo término, de adolescentes (la edad seguramente más señoreada por la soledad aciaga), de jubilados, de recién divorciados, de trabajadores en turnos de guardia, de amantes no correspondidos, de habitantes de zonas rurales semidesiertas... No constituyen, posible y afortunadamente, la mayoría de la población de un país, pero ¡estamos hablando de millones y millones de personas! Piense el lector en las épocas en que la velocidad máxima de transmisión de información significativa era la de un buen caballo (hoy es, prácticamente, la de la luz). La tecnología de acceso popular que acompañaba la circunstancia anterior se basaba en las velas, la leña y poco más. Aunque el llamado tiempo libre era un lujo al alcance de pocos, el portentoso aburrimiento generalizado había que aliviarlo a base de naipes, charlas, bordados y cosas así. La soledad era una losa infinitamente más pesada que la que nos puede caer encima ahora. Pongamos los límites que sean razonables y necesarios, sostengamos todas las poses que manifiesten nuestra gran cultura, al final, a todos nos dará alegría ver a un chaval chateando con delectación sentado en la cama de un hospital con su portátil entre las piernas.

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