La ciencia es la única noticia

A Pablo, en cualquier selva del mundo

VENTANA DE OTROS OJOS // MIGUEL DELIBES DE CASTRO

*Profesor de investigación del CSIC

No sé por qué diablos Javier Reverte tituló El río de la desolación a su libro sobre la Amazonía. Desolado, dice el diccionario, es un lugar "destruido, arrasado" o, alternativamente, "deshabitado, vacío". A pocos rincones del mundo les cuadrarán peor esos cuatro adjetivos que al bosque lluvioso tropical, al menos mientras siga siéndolo. Pero Reverte enfermó durante su viaje, lo pasó muy mal, se sintió hostigado por un entorno insidioso. Tal vez prefería imaginarlo vacío a tomar cuenta cabal de las amenazas que le rodeaban.

Eso ya es otra cosa. Al comienzo de su novela Muertos de amor, donde recrea el intento de organizar una guerrilla sudamericana en la década de 1960, el argentino Lanata hace decir a uno de sus protagonistas algo así como, cito de memoria, "la selva es incompatible con los hombres". Lo he pensado muchas veces, y no es la selva, sino casi todo lo vivo. Somos inteligentes, pero frágiles. En la Amazonía, los hoteles para turistas buscan los ríos de aguas negras, tan ácidas que apenas permiten la vida en su seno, mas por eso mismo saludables, sin mosquitos ni parásitos. Cuanto más bulle la vida en un lugar, más peligroso resulta para nosotros. Pero a la vez, y por eso mismo, más fascinante, más tentador.

En esta columna, hoy tan literaria, recuerdo ahora la reciente novela de Gioconda Belli donde inventa la vida de Adán y Eva en, y después, del Jardín. Adán es feliz con lo que tiene, no echa nada en falta, come a diario, no pasa frío ni calor. Eva, en cambio, no soporta vivir sin tratar de saber: ¿Por qué y para qué estamos aquí? Si Dios ha puesto en mí esta inquietud, se plantea, debería agradarle que intente satisfacerla. En consecuencia, pese a la prohibición, se acerca al árbol del conocimiento y muerde el fruto del bien y del mal. Expulsados del Paraíso, y cito otra vez de memoria, Adán le recriminará: "Ha sido culpa tuya. En la ignorancia todo era más fácil".

Sin duda, Pablo Barbadillo sabía que, tanto la selva como el ansia de conocimiento, comportan riesgos. Pero quería descubrir el mundo en que vivía y, también, aprender a usarlo más prudentemente, un poquito mejor. No escogió un camino fácil, pero a sus 23 años pensó que merecía la pena intentarlo. Algún día, seguro, escuchó a Silvio Rodríguez cantando "debo dejar la casa y el sillón". Ahora, con la triste noticia de su muerte en un rincón perdido de Perú, es momento de consolar a su entorno cercano y a la gran familia naturalista y científica, pero también de recordar a la sociedad que necesitamos a muchos como él. Gracias, Pablo.

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