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Cosas que pasan, a veces, en los bares

CIENCIA SOÑADA // JORGE BARRERO

Nos gustan las buenas historias. ¿Quién no ha disfrutado escuchando una anécdota como si fuera cierta, aún cuando el sentido común nos haga dudar de su veracidad? A veces lo hacemos con la esperanza de que algún día seamos nosotros los testigos o protagonistas del mito –"a los hombres les gustan las mujeres con pasado, porque esperan que la historia se repita"– decía Mae West-. Tal vez por eso, muchos físicos siguen citando las circunstancias en las que Donald Arthur Glaser descubrió el fenómeno que le haría famoso, a pesar de que él nunca las haya confirmado. También por eso, no voy a tomar en cuenta que hace unos meses Glaser sugirió que su éxito resultó de largas y monótonas jornadas de estudio, nada más...

Hagamos un pacto. Por una vez, pensemos que las cosas ocurrieron tal y como cuenta la leyenda. Glaser, un joven estudiante postdoctoral, disfrutaba de una pinta en el bar del campus de Michigan. Era el año 1952 y la física vivía un momento dulce, con múltiples predicciones teóricas sobre la existencia de nuevas partículas subatómicas que los físicos experimentales comenzaban a comprobar. Detectar partículas exóticas es complicado. Algunas de ellas son tan pequeñas y elusivas que pueden atravesar nuestros cuerpos, y todo el planeta, sin dejar ningún rastro. Mientras contemplaba absorto su cerveza, Glaser se fijó en esos finos hilos de burbujas que ascienden ordenadamente del fondo del vaso y se inspiró: un líquido muy caliente, a punto de hervir, sería una buena trampa para cazar partículas. A su paso, éstas cederían algo de energía al líquido, suficiente para provocar la ebullición y dibujar su trayectoria con una línea de burbujas. Glaser acababa de inventar la cámara de burbujas, ocho años después recibiría el Nobel por este trabajo.

La cerveza de Glaser –y probablemente otras anécdotas de esta serie– forman parte de una versión novelada de la investigación científica que cuenta con la complicidad del público y, en muchos casos, de los propios investigadores. Nos han contado la ciencia como una sucesión de éxitos, de momentos mágicos, obviando que éstos constituyen la excepción, y no la regla, de la rutina científica. En virtud de nuestro pacto, le pido que no considere los efectos perversos de esta fábula. Al menos por un día, demos una oportunidad a quienes no están dispuestos a invertir ese 99% de transpiración que, según Edison, se requiere para lograr un 1% de genialidad. ¿Es que los vagos y los impacientes nunca vamos a inventar nada? Me resisto a creerlo y propongo que brindemos por ello la próxima vez que nos tomemos una caña.

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