Ana González-Páramo, Fundación porCausa // Desde el pasado 2 de diciembre ya tenemos a un partido de extrema derecha con representación institucional y financiación pública. España ha dejado de ser una excepción en el panorama europeo. Desde la Fundación porCausa llevamos dos años estudiando la deriva xenófoba dentro de la Unión Europea, propulsada en 2016 por la elección de Donald Trump y el Brexit. Desde entonces, Austria, Bulgaria, Eslovenia, Finlandia, Hungría, Italia, Noruega, Polonia o República Checa gobiernan con partidos populistas xenófobos y en los Parlamentos alemán, belga, danés, finlandés, francés, holandés y sueco han irrumpido o se han consolidado como partidos con gran presencia institucional. España y Portugal eran las extravagantes excepciones, hasta que llegaron los resultados de las elecciones andaluzas del domingo 2 de diciembre. Ya sólo queda Portugal.
La irrupción de VOX, más que obedecer a un cambio de patrón ideológico de sus votantes, sería el resultado de una combinación de factores de combustión lenta tras una década de crisis económica y social, de corrupción endémica y de deterioro de las instituciones. Todos han contribuido voluntaria o involuntariamente a este asalto a los cielos andaluces. Un primer acto con tres lecturas distintas. En clave española: un movimiento de honda tradición patria, la del ultranacionalismo español espoleado por Cataluña. En clave europea: un movimiento acompasado con los acordes continentales – rechazo de las élites políticas, antiliberalismo y antinmigración-. En ese sentido, el registro de VOX tiene muy poca originalidad y escasa reflexión. Y en clave internacional: el lejano eco de 'El Movimiento' ('The Movement') de Steve Bannon, con el objetivo de desestabilizar los frágiles equilibrios de la posguerra fría: comercio internacional, instituciones multilaterales o lucha contra el cambio climático. El antiguo editor de Breitbart, con el fin de promocionar y financiar en lo posible a la extrema derecha europea en su desafío a la UE, se reúne asiduamente con Marine Le Pen, Alice Weidel (Alternativa para Alemania), el húngaro Viktor Orban o Nigel Farage. Hacia este 'movimiento' ya galopa Santiago Abascal a lomos de un corcel andaluz.
Vox es un partido populista de extrema derecha, xenófobo y antinmigración, de serie más que de diseño. Su discurso obedece a las premisas de los nuevos populismos europeos, que tratan de atraer a los votantes de las clases medias y trabajadoras empobrecidas o saturadas con un mensaje y lenguaje simple pero apasionado apelando a elementos identitarios y culturales como tabla de salvación. Como el resto de sus aliados europeos, Vox confecciona un programa heterogéneo, ambiguo y plano, con un liderazgo de renovado caudillismo y con una gran presencia mediática y en redes.
Vox es euroescéptico en la medida en que rechaza una mayor integración, solidaridad o cesión de soberanía nacional, pero con cierto sabor español. Cada país aporta un barniz distinto: así, no obedece al patrón eurófobo de los partidos del Este o al de los islamófobos de Geert Wilders, que son liberales en lo social. Vox responde parcialmente a los 14 criterios del fascismo eterno que describió Umberto Eco, por su discurso anticomunista, islamófobo, homófobo, racista, nacional étnico y tradicionalista más en línea con la Liga de Salvini, o el Jobbik húngaro. Y, sin ninguna duda, es populista en la medida en que transmite una visión distorsionada de la realidad para ofrecer soluciones simples a problemas complejos.
Santiago Abascal no es original y su aportación al discurso de la extrema derecha europea tiene más tintes folclóricos que verdadero pensamiento. Poco importa si los godos, para él nuestros verdaderos ancestros, fueron o no inmigrantes como los árabes, bereberes, judíos o romanos, también parte integrante de nuestra cultura, genes y fenotipos. Su programa antinmigración, en el que se juntan todos los tópicos de Salvini, Orbán o Le Pen, promueve la criminalización, expulsión, deportación y estigmatización (especialmente lo referente al Islam) de los migrantes. Una inexistente visión internacional que se limita a la obsesión neomedieval por reforzar las murallas de la 'Fortaleza Europa'. Y mano dura para las oenegés y personas comprometidas con los migrantes. La insistencia en que los migrantes acepten y acaten nuestras costumbres (¿como judíos y moriscos?) como condición para vivir entre nosotros se complementa con su propia escala de valores cristianos: mejor latinoamericanos que africanos o chinos. Lo demás es populismo de manual: acabar con la partidocracia y de paso con las libertades y derechos adquiridos tras décadas de esfuerzos y logros democráticos (incluidas políticas de igualdad o de lucha contra la violencia machista), bajada de impuestos y del gasto público, fin de las subvenciones a partidos y sindicatos, etc. Todo ello se encuadra en los esfuerzos para federar una alianza de extrema derecha europea que daría sus frutos en las elecciones al Parlamento Europeo de mayo de 2019. ¿Nacionalismo español o internacionalismo neofascista? En países con sólida tradición democrática y control de los asuntos públicos, la injerencia exterior en los partidos políticos y sobre todo su financiación suele ser objeto de escrutinio.
Como en otros países europeos, el auge del nacionalpopulismo ha venido en paralelo o como consecuencia del desgaste de la socialdemocracia y la erosión de la democracia liberal, para responder a los retos de esta sociedad superviviente de la Gran Recesión. Reducidos a posiciones defensivas y sin capacidad de respuesta al contexto inmediato y disruptivo de la narrativa populista, los partidos tradicionales van cayendo en cada proceso electoral, desangrándose lentamente y sin un discurso ni programa convincentes. En unas pocas semanas termina la presidencia austriaca de la UE, con un gobierno de coalición entre conservadores y extrema derecha con personajes como el ministro del Interior y agitador profesional Herbert Kickl. El concierto de Año Nuevo hará sonar los valses de 'El Movimiento' en toda Europa, de Viena a Vistalegre.
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