La Inglaterra que recuerdo 

Diana Moreno

Un puesto informativo del sindicato SolFed en una plaza de Brighton, con información para trabajadores migrantes.- Diana Moreno
Un puesto informativo del sindicato SolFed en una plaza de Brighton, con información para trabajadores migrantes.- Diana Moreno
  • Muchos británicos perciben que la criminalidad ha aumentado, aunque los datos dicen lo contrario. En mi recuerdo de Reino Unido, la realidad no era tan gris como la ven los xenófobos.

Estos días pienso en Reino Unido, país que fue mi casa durante tres años. Si vives fuera un tiempo, conviene regresar de vez en cuando al recuerdo. De lo contrario, puede convertirse en un mosaico borroso, descolorido, hecho de piedrecitas que se descolocan. Por eso pienso en Brighton, la ciudad al sur del país donde viví. Veo en las noticias que unas turbas islamófobas han atravesado las calles de varias ciudades británicas en respuesta a un crimen achacado, erróneamente, a un musulmán, y por una percepción de un aumento de la criminalidad también errónea, y me agarro al recuerdo más que nunca.

La ciudad de mi memoria no es tan gris como la ven esos hombres organizados para la violencia: es de colores. Colores en las calles de Brighton, las ropas, las pieles, los carteles de gastronomías, los grafitis, los idiomas. Recuerdo gente llegada de todas partes, músicos callejeros, estudiantes, nómadas y expatriados. Me acuerdo de la tienda cuyo toldo subía yo cada mañana para dejar que el sol iluminara las frutas y hortalizas, también de colores; de sus trabajadores paquistaníes que me enseñaron qué era el ramadán y las fiestas de Eid y el arroz con naan que compartíamos y los cánticos del rezo de los viernes. También recuerdo cómo fuimos a encontrarnos allí tantos jóvenes que huíamos de la crisis y las políticas de austeridad de España, Italia, Portugal y Grecia. Juntos, navegábamos las incertidumbres, los papeleos, los contratos de cero horas, las dificultades con el inglés, los robos salariales. Me acuerdo de las jóvenes de Finlandia de dominio del idioma superlativo, de mis compañeros de trabajo polacos y latinos y de la pareja francoitaliana que me mostró cómo aprende a hablar un niño trilingüe. De los clientes que venían a comprar halal y trataban, con humor, de enseñarme árabe. Del hombre apátrida que conocí en el colectivo de apoyo a Palestina que me dio un consejo que aún recuerdo: si quieres ser periodista, cuenta lo que ves. Recuerdo a la italiana coleccionista de zapatos de tacón que logró ser profesora de universidad. A la compañera de caja que aprovechaba la fiesta del sacrificio para estrenar hermosos vestidos indios comprados en Brick Lane. Al árabe que me invitó a fumar una cachimba sobre las piedras de la playa, al amante que me enseñó italiano, a los amigos que me abrigaron en las navidades y se prestaron a la curiosa tradición de comer uvas.

Tengo otros recuerdos: el de la brecha en la frente de un chico que formaba parte del grupo antifa al que acompañé una mañana de domingo a Dover, la ciudad a donde llegaban los refugiados desde Calais. Era septiembre de 2015, el año de la mal llamada crisis de refugiados, y varios grupos extremistas como National Front habían convocado una marcha para "frenar la invasión". Tratamos de impedirla. Recuerdo también el Cowley Club, en el corazón de Brighton, el lugar donde se reunían los colectivos, donde nos juntábamos los lunes para imaginar estrategias de defensa contra los abusos laborales o las detenciones de los oficiales de inmigración. Allí conocí a británicos, migrantes, gente de aquí y allá. Me enseñaron qué era la acción directa, qué era el apoyo mutuo. Me emociona pensar que habíamos ido a entretejer nuestros caminos, como hilos errantes que cada uno arrastraba desde partes totalmente diversas del globo.

Esa es la Inglaterra que recuerdo. La de la solidaridad, la diferencia, el color. La de la icónica imagen de Saffiyah Kahn enfrentándose a un neonazi para defender a una mujer con hiyab. También me acuerdo, claro está, del amigo que llegó con dolor al país, que sufrió un encierro en un centro de detención, que arrastró años de explotación laboral; el mismo chico que, años después, me acompañó por las calles de Brighton para mostrarme un bonito proyecto en el que él participaba: un lugar de reunión, ocio y apoyo para solicitantes de asilo, recién llegados como lo fue él mismo. "Hay mucho miedo, sobre todo entre la comunidad musulmana", me dice hoy ese mismo amigo respecto a los disturbios.

Tengo presentes a todos: a los amigos que conservo, y que migraron, y a los que siguen con sus vidas en ese país y esa ciudad de prestado. Recuerdo todo eso, y todo lo agradezco. Es el país donde encontré y perdí, construí, rebusqué, aprendí de cada persona con cuyo camino se cruzó el mío. Hoy, en tiempos de retórica anti migratoria, muchos británicos perciben que la criminalidad ha aumentado, aunque los datos dicen lo contrario: es fruto del veneno de los tabloides y las televisiones, la brecha de percepción del Brexit y de todo oportunista que intenta echarle gasolina a una guerra entre trabajadores patrios y trabajadores migrantes. Un perpetuo ellos contra nosotros, una guerra falsa, con víctimas reales. En mi memoria de Reino Unido, no existe esa realidad tan gris que ven los xenófobos. Mi recuerdo, el del país que me acogió, es un mosaico es de colores.