Hace poco llamé a una amiga y le dije: "Compañera, me estoy matando". No hablaba evidentemente (cuando una quiere matarse se mata) en sentido literal. Me refería a esta forma de no dar abasto, este multiplicarnos en trabajos, atenciones, espacios, facturas, cuidados, tareas, deberes, lecturas, deudas, compromisos, mails, redes, respuestas.
Matarse es lo contrario de vivir.
Me propusieron desde Público que escribiera un artículo sobre la violencia económica y laboral contra las mujeres. Inmediatamente descuellan el paro, las consecuencias nefastas que cada vicisitud política, económica, sanitaria etc suponen contra las mujeres, la brecha salarial, la imposición de nuestro físico (de la que nunca se habla) en lo laboral, la violencia económica por maternidad, la representación laboral masculina que tiende a elegir macho y se perpetúa en la comodidad...
De eso sabemos todas y todos mucho. Todas y todos. Eso de que, a partir de cierto día de noviembre, las mujeres trabajamos gratis se ha convertido en una broma macabra. Pero qué gracia hace, ¿verdad? Qué ocurrente.
Escribía la semana pasada aquí mismo sobre la trampa que cunde entre algunos sectores acerca de la idea de que las mujeres nos "autoexplotamos". Algo así como "mira, ahora voy a explotarme porque no tengo otra cosa que hacer, porque soy algo tontita y no soy rebelde porque el mundo me ha hecho así, tralará".
Cuando en 2018 el movimiento feminista convocó una huelga general que, además de lo laboral, incluía, el consumo y los cuidados, empecé a pensar seriamente en esa última idea, la de los cuidados. Seriamente. Por supuesto que no era nada nuevo, pero de repente, prácticamente la mitad de la sociedad se preguntaba: ¿Qué hacemos esta tarde con la bisabuela? ¿Cómo van a volver los críos solos del colegio? ¿A qué hora se le da leche al bebé? ¿No vas a ir a visitarle a la residencia? ¿Se le pone un agua especial a la plancha? ¿Qué pie calza la pequeña? Da igual, que cada uno imagine su ignorancia particular.
Cuidar a los ancianos y ancianas de la familia, hacerte cargo de las criaturas, ocuparte de que no falten los alimentos necesarios, planificar y elaborarlos, paliar la soledad de los y las mayores, responder a cada una de las mil veces diarias que una voz infantil grita "¡mamá!", planear la limpieza de la casa, atender a las enfermedades de la familia y sus tratamientos, responder a los requerimientos del colegio, acompañar al médico, amamantar... Todas ellas son actividades económicas. ECONÓMICAS. Y seguramente habrá hombres que aseguren ser ellos los responsables o corresponsables de todo lo anterior, pero, por poner un ejemplo, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT) los porcentajes de quienes "cocinan o hacen otro tipo de trabajo dentro de la casa a diario" son: el 84,5% de las mujeres y el 41,9% de los hombres.
El pasado fin de semana comenté ese dato con un par de amigos que se declaran feministas. Ambos se sorprendieron, no por la enorme cantidad de mujeres, sino por lo que ellos consideraron un notable porcentaje de hombres. "Creía que al 84% de mujeres correspondería un 16% de hombres", admitió uno, y el simple hecho de que contemplara tal posibilidad me abruma con ese tipo de congoja que provoca un dolor físico.
Pero vamos en concreto al trabajo no remunerado, que es la base de todo esto. La OIT se pregunta: "¿Cuánto tiempo dedican las mujeres y los hombres al trabajo de cuidados no remunerado?". La respuesta es que las mujeres dedican cerca de 4 horas y media (263 minutos) diarias a trabajos por los que no cobran, frente a los hombres, que invierten 2 horas (126 minutos), menos de la mitad que nosotras.
Matarse es lo contrario de vivir.
Me gustaría, llegadas a este punto, dar un paso más. Lo público y lo común están íntimamente relacionados, eso bien lo sabe el feminismo. De hecho, cuando la marcha feminista se moviliza en contra del consumo y de la explotación, lo hace también aludiendo al racismo, al fascismo, a la homofobia, a cualquier tipo de opresión. Cualquiera que participe en los movimientos sociales, pongamos contra los desahucios o contra la violencia machista, sabe por experiencia que la participación de las mujeres es muy superior a la de los hombres. Un ejemplo: ¿Por qué no se manifiestan los hombres masivamente en contra de la brecha salarial, cuyo resultado es que las mujeres cobren sensiblemente menos que los hombres desarrollando el mismo trabajo? Es más, ¿por qué no lo han hecho JAMÁS los sindicatos, representantes de los trabajadores y, en teoría, las trabajadoras? ¿No se trata acaso de una flagrante discriminación? ¿No echa abajo nuestra bonita idea de sociedad democráticamente igualitaria?
El hecho de que las desigualdades sociales, o sea económicas y laborales, afecten sobre todo a las mujeres da como resultado una mayor participación de nosotras en las movilizaciones reivindicativas. Ah, pero esto no computa como "trabajo no remunerado". Porque no lo es. Y sin embargo es tiempo. Tiempo de vida. Si lo llevamos al extremo, podría suponer un enfrentamiento entre "dar la vida" y "ganarse la vida".
Matarse es lo contrario de vivir.
En la lucha por nuestros derechos, por lo social, lo común, la participación de las mujeres es notablemente superior a la de los hombres. Por la sencilla razón de que quienes se movilizan nunca son los privilegiados.
A los trabajos no remunerados deberíamos sumar nuestra participación en la lucha colectiva, nuestra presencia a las puertas de los juzgados tras una sentencia machista, nuestra atención a las madres a las que dejan en la calle con sus hijos por impago de alquiler, a las que temen que regrese el maltratador, a las que no reciben la pensión de alimentos, deberíamos sumar nuestras redes de apoyo a las muchachas que llegan a casa agredidas sexualmente y a sus madres, los grupos que hemos ido construyendo y requieren nuestra atención diaria para amparar y difundir los atropellos que sufrimos, nuestra costumbre de dedicar, hora tras hora, un tiempo, nuestro tiempo, a atender a las que preguntan por una abogada, una forense, un techo, una jueza, una manta, una periodista, una mano tendida, una palabra.
Cuando este diario me puso a pensar en la violencia económica contra las mujeres, mi experiencia dio un par de pasos. Me resisto a reducirlo a una cuestión de salarios y puestos de trabajo. De pronto eso se convierte en lo contrario a lo que somos y hacemos.
He pensado mucho en la idea de eso que se ha dado en llamar "los cuidados", y me propongo ampliar ese campo. No se trata solo de cuidar en el ámbito de lo íntimo, lo doméstico o lo físico. Se trata del cuidado de la sociedad. Propongo ampliarlo al ámbito social, o sea modificar lo económico, lo que consideramos construcción económica de la sociedad. ¿Qué "vale" más, una mujer que enfrenta su cuerpo a quienes abandonan, por la fuerza, a una familia en la calle o un tipo que especula en bolsa? ¿Quién mejora la sociedad, una mujer que atiende a la madre violada o el presidente del Banco de España? ¿Qué sería de un grupo humano en el que nadie cuidara de ancianos y ancianas, de bebés, de los alimentos, de la higiene? ¿Por qué consideramos "normal" que un puñado de personas cobre millones de euros a cambio de dejar sin luz, sin agua o sin techo a quienes se asocian para que eso no suceda?
Considero sinceramente que el feminismo, en tanto en cuanto activismo político contra las opresiones, representa una forma de vida más digna, mejor, más valiente, infinitamente menos cruel. Una forma de conseguirlo a dentelladas.
Considero sinceramente que las mujeres trabajamos sin remuneración no solo en el espacio privado sino en la construcción pública, o sea común, de un mundo mejor.
Y, sin embargo, eso nos está costando la vida. No me refiero, evidentemente, a las asesinadas, sino a esta forma insoportable, inabarcable, de labrar, de ser a la vez buey, carreta, yunta y arado.
Hace poco llamé a una amiga y le dije: "Compañera, me estoy matando". Matarse es lo contrario de vivir. Dicho todo lo anterior, se trata de dar la vida, dar la vida como lo contrario a "ganarse la vida". A estas alturas, más nos vale, puestas a eso, que el asunto dé fruto.
Comentarios
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