Hincan los codos, pasa noches en vela, café, té, pantallas, esquemas y la excitación, que huele a verano definitivo. Son las últimas noches de estudio previas a la EBAU, la Selectividad de entonces, algo se termina definitivamente, divinas noches del mes de junio que preceden a la Universidad en las que los amores juegan al escondite con los ejercicios de la memoria.
Leo sobre ataques de ansiedad que se multiplican año tras año, problemas de estrés y pánico, medicación, sufrimiento en cualquier caso. Algo falla en eso. La Universidad, con todos sus fallos, con sus carencias crónicas, es el lugar del conocimiento y la investigación. Por lo tanto, acceder a ella debería suponer un tránsito gozoso, ligado a la alegría. El saber debería ser en sí mismo gozoso. Imposible, si se convierte en una competición, solo en una competición. Rechazo aquí cualquier consideración sobre lo ilusorio de mi retrato de lo universitario. Si alguien duda de que la Universidad es el lugar del conocimiento no será por definición, sino porque nuestra sociedad la ha ido empobreciendo y desacreditando, algo que no parece desde luego inocente.
Es la idea del éxito. La idea del éxito sobrevuela este arranque del mes de junio enturbiando de ceniza las noches de estudio, esas que deberían resultar magníficas, soberbias. La idea de éxito apesta. Apesta en sí misma, pero sobre todo porque implica su contrario, el fracaso. Quienes se preparan para entrar a la Universidad, para acceder allí donde residen la Ciencia y el Pensamiento –sí, residen la Ciencia y el Pensamiento, y lo contrario supondría un problema muy serio–, no deberían hacerlo traspasando necesariamente la puerta del fracaso, saltando esa barrera, cruzando tal sentina. Tras toda una infancia y una adolescencia de estudio suficiente, notable, sobresaliente, someterse obligatoriamente a la amenaza del fracaso, de la derrota, forma parte de esa construcción que habla de la necesidad del sufrimiento para lograr el éxito. ¿Qué éxito?
El éxito es haber concluido sus estudios de bachillerato tras los años de educación obligatoria en unas condiciones francamente inadecuadas, con un profesorado mal pagado, unos planes de estudio nunca definitivos y unos programas escolares que nada tienen que ver con la realidad que habitan, cuánto menos con la que habitarán. Rechazo aquí, ahora, esas acusaciones que hablan de una juventud blanda e incapaz de enfrentarse a la realidad, de vivir de forma adulta. Son palabritas de quienes consiguen sus másteres en universidades privadas de a tanto la pieza y título en tres meses. Esos mismos que creen que un título se compra son quienes lo coronan con la idea del éxito y nada saben del placer del estudio. Ahí nace ese sufrimiento que atenaza a quienes estas noches deberían estar siguiendo con sus estudios tranquilamente, tal y como han decidido hacerlo. Ay, el placer del estudio, ojalá lo conozcan.
Ni un título es la meta ni su contrario un fracaso. La cuestión es saber, aprender, crecer. ¿En qué momento lo olvidamos? Me niego a ligar la idea del estudio a la del éxito. Me niego a aceptar que acceder a la Universidad, tras toda una vida –por corta que parezca es toda la que tienen– de estudios y disciplina, suponga obligatoriamente enfrentarse a su primer fracaso. Fracaso, éxito, qué peste. Me niego a una EBAU, una Selectividad que imponga sufrimiento. Porque ahí empieza nuestro mayor error, y no inocente, en ligar el acceso al conocimiento con lo contrario a la alegría.
Comentarios
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