Posibilidad de un nido

Nos roban el techo para hacernos peores

Vista de un edificio de viviendas en el centro de Barcelona. REUTERS/Nacho Doce
Vista de un edificio de viviendas en el centro de Barcelona. REUTERS/Nacho Doce

Llevo varios días leyendo sobre la decisión de hombres y mujeres jóvenes de abandonar las grandes ciudades. No se trata de buscar una vida en el campo o en un pueblo, asuntos bucólicos, como sucedía la década pasada y algo antes, sino de no querer ni poder vivir en una gran ciudad. También es ese un pensamiento recurrente en mis noches duras, económicamente duras, los días 20, y del 20 hasta principios del mes siguiente. Son los días del arroz y el huevo.

En una tertulia de televisión, y en otra y otra, aparecen economistas asegurando que las personas jóvenes tienen que irse a vivir fuera de la capital, a los pueblos de los alrededores. Le parece una insensatez que la gente quiera vivir en el centro, entendiendo centro como algo que me resulta enorme. Oigo opiniones parecidas de empresarios que tienen webs dedicadas a alquileres.

Son los pisos. De eso se trata. Es el techo. En los informativos y el Congreso se habla una y otra vez de la cesta de la compra. Es caro comer, sí, pero vivir bajo techo se ha convertido en algo casi imposible para quienes buscan su lugar en una gran ciudad, para quienes buscan su primera vivienda, para las madres solas con una, dos, tres criaturas. Un sueldo y dos hijos se ha convertido en una tortura en Madrid y Barcelona, entre otras.

¿Quién se queda nuestros pisos, nuestras ciudades? ¿Quién roba nuestros techos? No hay tanta gente rica, pienso. No se corresponde lo que llaman "mercado inmobiliario" con las vidas de las familias, de las personas, sus ingresos, lo que recibimos a cambio de nuestros insuficientes trabajos. ¿Desde cuándo pasa realmente? Realmente. ¿Cuándo empezaron, y quién, a arrancarnos el techo de sobre nuestras cabezas, de sobre el futuro de nuestras hijas e hijos?

Hemos vivido meses de reclusión absoluta, muchos más meses de caras tapadas, muertes, temblor ante los números en los que iban convirtiéndose nuestras vidas. Después, un día nos mandaron de vuelta al trabajo, como si no hubiera pasado nada, pero ya nada es lo mismo. Yo lo puedo ver. Cualquiera puede verlo. Resulta un disparate que en una ciudad donde los precios de los alquileres superan largamente los 1.000 euros de media más de la mitad de su población no pueda calentarse en invierno. Es una estupidez, es inhumano.

Y la gente decide irse. No porque prefiera estar en otra parte, sino porque alguien está robando los techos que sus padres y sus abuelos ayudaron a levantar, la ciudad que es nuestra, de todas y todos. Supongo que se trata de una expulsión medida y controlada, decorada por paletadas de informaciones diarias sobre algo a lo que llaman "okupaciones" y no es más que la construcción del miedo y el rechazo.

Todo, todo esto nos hace peores. Vivir así y en ese lugar te hace peor, me hace peor. Nos movemos, trabajamos, criamos a lomos de una angustia cierta, tomamos y damos pastillas, hablamos de la salud mental como miembro de la familia. Vivir sufriendo te hace peor persona, es el miedo al frío y al calor, a perder el trabajo, si lo tienes, a no poder pagar el alquiler, a los días de huevo y arroz. El miedo asalvaja, enturbia las relaciones, abona la mezquindad.

Nos roban el techo para hacernos peores. Ellos son los peores, no nosotras, nosotros, pero en estas circunstancias ni tiempo tenemos para pararnos a pensarlo. También se trata de eso. Quizás tengan razón quienes hacen el petate, como en otras épocas pero en sentido contrario, y abandonan las grandes ciudades. Ojalá no se olviden de que fueron ellos y sus familias quienes participaron en su construcción.

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