Posibilidad de un nido

Mermelada de fresa en el psiquiátrico

En verano suceden encuentros que una no espera, conversaciones con personas a las que creías que no volverías a ver, pertenecientes a existencias anteriores, otras vidas. Eso me sucedió esta semana que ahora acaba. Alguien gritó mi nombre desde una terraza del barrio de la Latina. Cuando me volví, no reconocí a nadie al primer vistazo. Levantó la mano y entonces me acordé de esa cara, de Barcelona, de cuando las dos éramos muy otras.

Entre una cosa y otra, acabamos hablando de centros psiquiátricos. Lamentablemente, ambas conocemos el tema, ella sin duda mejor que yo. Me contó lo que sigue, y no dejo de darle vueltas, aunque también podría ser un relato de verano para este puente aciago en la capital de España:

Un día, en uno de mis internamientos en un centro de salud mental, una interna robó para mí cuatro cajetillas de mermelada de fresa. Se me acercó por la tarde despacio, me pareció que con cuidado, y me dijo como si fuera lo más normal, como si hubiéramos hablado antes: "Alcohol no conseguirá. Esto le sirve". Era evidente que mi aspecto denotaba alguna ansiedad conocida. En los psiquiátricos se nota quién llega con pánico, quien con bulimia y autolesión, quien con un monazo de la leche.

Metí las cajitas deprisa al bolsillo con el pulso disparado, convencida de que acababa de pasarme algún tipo de droga, que los pequeños envases monodosis de mermelada contenían pasta de algo, daba igual de qué, me habría metido cualquier mierda. Miré con torpe disimulo, agitada, a todas partes por si alguna vigilante se había dado cuenta. Me sentía como la estudiante que saca una chuleta de otra en el momento en el que la profesora se da la vuelta. Temblaba como una adolescente.

Fingiendo ganas de ir al baño, con calma, como si no tuviera unas ganas locas de echarme a correr, llegué a mi habitación y cerré la puerta. El corazón me latía en la cabeza y tenía la boca seca, era como si ya hubiera empezado a colocarme. Me senté en la cama y coloqué una de las cajitas pegada a mi muslo de manera que pudiera taparla fácilmente si entraba alguien.

No sé qué esperaba encontrar, pero algo fuerte y prohibido sin duda. Lo fuerte y prohibido en mi caso, sobre todo en aquella época, era verdaderamente duro, te puedes imaginar, colega.


Poco a poco fui abriendo la fina capa de papel con muchísimo cuidado y con la vista fija en la puerta. Solo cuando noté que estaba completamente abierto, lo miré. El interior contenía algo que parecía mermelada de fresa. Me lo acerqué a la cara, ya sin tanto disimulo. Primero, a la nariz. Olía a mermelada de fresa. Después le pasé la lengua. Sabía mermelada de fresa. Finalmente, me lo comí de dos lametazos ansiosos y rebañé los restos con el dedo índice. Figúrate que aún esperé un rato tumbada en la cama por si notaba algún efecto más allá del sabor empalagoso en la lengua.

No pasó nada. Lo que contenía aquella cajita de mermelada de fresa no era otra cosa que mermelada de fresa.

Al darme cuenta de todo lo que acababa de ocurrir, me eché a reír, despacio primero y luego a carcajadas que me hicieron llorar de la risa. Después sentí una ternura enorme y mucho agradecimiento por la mujer que, presuponiendo dependencias, viendo mi ansiedad, se había hecho con unas dosis extra de azúcar para mí.


Me sirvió sobre todo para empezar a poner las cosas en su sitio y entender hasta qué punto medidas y proporciones son cuestiones relativas. Al cabo de un par de semanas, ya había asumido que cuatro cajetillas de mermelada en el psiquiátrico eran un lujo Allí se tarda poco, ya sabes, en acostumbrarte a que no tienes nada. También había entendido el enorme acto de generosidad de aquella mujer que no me conocía de nada, sus atenciones hacia mí. Yo era recién llegada con la que no había cruzado palabra. Pero a esas alturas, ella ya no estaba dentro para darle las gracias.

Este fue el relato de mi antigua conocida, de paso por Madrid, a quien seguramente tardaré otros veinte años en volver a ver. Sigo dándole vueltas a todo lo que su narración encierra. Imagino que, como todo relato, cada lectora, cada lector, tendrá sus propias vueltas que darle.

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