Posos de anarquía

Prohibido reírse en el recreo

Varios niños de un colegio en Madrid. -A. PÉREZ MECA / Europa Press
Varios niños de un colegio en Madrid. -A. PÉREZ MECA / Europa Press

Hace unas semanas la, por lo general, detestable viralidad que nos regalan las redes sociales sacaba a la luz a una comunidad de vecinos y vecinas que afeaba a una familia que los llantos de su bebé importunara el descanso de los habitantes del bloque. Aunque pareciera que aquel hecho era difícil de superar, leo esta mañana en El Periódico que crece el número de quejas judicializadas por los ruidos procedentes de los patios de recreo escolares en Barcelona.  ¿Cuánto margen vamos a dar a la intolerancia?

El conflicto vecinal con la hostelería es histórico. El ruido procedente de las terrazas de los bares genera un malestar entre las personas que viven cerca, incluso, entre quienes disfrutan de un alquiler o compraron la casa más barata, precisamente, porque esa circunstancia devalúa el inmueble. Lo que en cambio es nuevo es la intolerancia e intransigencia asociada a los centros escolares. Las risotadas y gritos que puntualmente pueden escucharse durante el recreo han provocado que algunas personas lleven el asunto a los tribunales en Barcelona.

Según relata el artículo, esta susceptibilidad al ruido se ha incrementado desde la pandemia, cuando el silencio se apropió de nuestra realidad durante el confinamiento. Ello, unido a que ahora hay más personas teletrabajando en sus hogares y son más conscientes de los sonidos de su entorno, ha provocado esta hipersensibilidad. La clave, quizás, es que lo que para algunas personas son sonidos para otros son ruidos. En lugar de disfrutar de los puntuales momentos de algarabía escolar en el patio, hay personas que la quieren amordazar o encerrar entre cuatro paredes.

La teoría del aumento de la hipersensibilidad tras la pandemia es constatable, pero viene de lejos, antes incluso del modo en que el coronavirus cambió nuestras vidas. Primero fueron los carteles prohibiendo jugar a la pelota en algunas plazoletas, después recuerdo cómo en Málaga comunidades de vecinos y vecinas trataron de impedir que un equipo de baloncesto pudiera entrenar por las tardes porque molestaba el bote del balón.


Curiosamente, muchas de esas personas son las mismas que ponen el grito en el cielo cuando el ayuntamiento de turno decide acometer la peatonalización de una calle. A pesar de que el tráfico rodado genera mucha más contaminación acústica -por no hablar de cómo empobrece la calidad del aire-, hay personas que no conciben no llegar hasta la puerta de su destino en coche; las mismas personas a las que las risas de la muchachada agreden.

Esta intolerancia caprichosa es tan contagiosa como inaceptable. En lugar de evolucionar hacía una sociedad mejor, empapamos toda nuestra realidad de una crispación innecesaria. Estamos perdiendo el disfrute de los pequeños placeres y los sustituimos por otros fútiles, pasajeros, huecos, en forma de vídeo de Tik Tok o teleserie producida de manera industrial. Por momentos, incluso, pareciera que hay quien goza privando al prójimo de su disfrute, metiendo bajo la alfombra consideraciones como la salud mental de los menores y su desarrollo físico y psicológico.

Leer esa noticia en El Periódico me ha entristecido, mucho más que la pobreza moral de buena parte de nuestra clase política y empresarial, porque evidencia la carcoma moral instalada en los cimientos de nuestra sociedad. Imagino que el estado mental en que nos sume este sistema de hipercrecimiento constante tiene mucho que ver pero, precisamente, la mejor vacuna, el mejor escudo ante las presiones y la deshumanización que nos trata de imponer ese sistema es recuperar el disfrute del disfrute ajeno. Vivirán más felices.

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