Nunca hubo mucho que decir acerca de Lance Armstrong aparte de que ganó siete Tours con tres cojones. Caía gordo a todo el mundo, era prepotente, antipático y, para colmo, amigo de Bush. Tenía la pedalada infalible de Robocop y la sonrisa rígida de un cadáver bronceado en el podio: un americano en París, sin música y sin flores.
Ni siquiera provocaba compasión el hecho de que hubiese logrado vencer un cáncer de testículos, más bien lo contrario, ya que antes de la enfermedad siempre fue un corredor del montón y emergió de la quimioterapia convertido en Aquiles. Era el tipo listo, demasiado listo, tanto que se pasó. La verdad es que nunca nos lo creímos del todo, un poco como a aquel paisano a quien le usurpó el apellido y que fue el primer turista en la luna. Aún quedan escépticos de Neil Armstrong, astrónomos de taberna que siguen refunfuñando a pesar de que la bandera está ahí, clavada en medio del queso, tiesa desde hace décadas, visible desde ciertos telescopios. Pero a Lance le acaban de desguazar la bici hasta los tornillos.
Precisamente ahora, cuando todos se echan sobre él para hacer no leña sino astillas, es cuando Lance Armstrong se ha transformado en un personaje atractivo, una novela escrita de madrugada, entre pinchazos de sustancias prohibidas, como las mejores páginas de Burroughs, como si a Faulkner le quitaran el Nobel de Literatura con efectos retroactivos porque escribía dopado de alcohol.
Lástima que el ciclismo no sea un arte en lugar de un deporte porque entonces Armstrong tendría el aura de un antihéroe en una saga estadounidense, el hombre que tocó la luna siete veces y al que de golpe le quitan lo rodado. Tiene que ser muy duro pasar de la gloria al fango en un solo titular, arrebatarle a Ben Johnson el sambenito del mayor fraude de la historia del deporte y, sobre todo, ver a los niños enfermos que antes te pedían autógrafos tachar tu nombre estampado en su ejemplar del libro y poner debajo "tramposo", en letras bien gordas.
Sin embargo, sospecho que en el final de esta novela late también una veta de alivio, de comprobar que al fin se destapan todos los secretos; de otra manera no se explica esa temeridad suicida de seguir galopando el asfalto, apostando al límite, como si en realidad Armstrong necesitara que lo desenmascarasen de una vez por todas. En su personaje hay algo del gran Gatsby, que también ocultaba un pasado bien turbio, salvo que este batacazo sobre ruedas ha anulado para siempre aquella célebre sentencia de Fitzgerald de que en las tragedias americanas no hay segundos actos. En la de Armstrong incluso esperamos un epílogo.
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