A la moda de degollar soldados distraídos en lugares públicos y ante las cámaras de seguridad, ha seguido la moda de adjetivar estas salvajadas mediante vistosos calificativos. Los cometen terroristas, islamistas, y, sí, también negros, aunque esto de momento no se subraya demasiado porque sonaría demasiado feo. Pero todo se andará. El de Francia, además, es alto, más de un metro noventa. La grabación londinense permite oír atentamente el discurso de dos asesinos tan narcisistas como para quedarse un buen rato charlando con el público después de su interpretación de la guerra santa con un cuchillo y tan insensatos como para quedarse a esperar a la llegada de la policía.
El discurso viene a decir, más o menos, que ojo por ojo y diente por diente, una argumentación que no carece de lógica pero que resulta bastante invertebrada, como cuando te enteras que un etarra que mata en nombre del oprimido pueblo vasco es, en realidad, argelino. Los vascos nacen donde les da la gana y los musulmanes no digamos. No obstante, el peligro islamista es una etiqueta que vende bien y además los asesinos son negros, lo que ya resulta una combinación irresistible. Ni en los mejores sueños húmedos de Salvador Sostres o de Hermann Tertsch. Sin embargo, a ninguna de estas dos eminencias ni al resto de corifeos de la caverna se les ocurrió subrayar la religión, la piel y sí, la ideología, de Anders Breivik, el asesino de Oslo que mató a casi ochenta personas. Y no lo hizo en un arrebato de locura, ni para conseguir un minuto de gloria, sino que lo preparó todo concienzudamente, durante meses, reunió los materiales explosivos, consiguió un disfraz de policía, se armó como un cruzado del siglo XXI y se marchó a una reunión de jóvenes socialistas para ir cazándolos uno a uno como a conejos.
Yo sí lo subrayé. Cuando se me ocurrió señalar, en una tertulia de Intereconomía, que Breivik no sólo era católico apostólico romano, sino que había justificado por escrito sus crímenes en nombre de la ultraderecha, de ideales racistas e islamófobos, de la cruz y la espada, y de una Europa limpia, grande y blanca, se me respondió que simplemente se trataba de un loco. Yo admití la objeción, por supuesto, siempre y cuando se admitiera entonces que los criminales fanáticos de Al Qaeda, esos descerebrados que revientan trenes y que estrellan aviones contra rascacielos, también habría que etiquetarlos entonces con esa pegatina psicológica que más bien explica poco. Poca gente recuerda que el IRA es un grupo terrorista de confesa vocación católica (por no hablar de las conexiones eclesiásticas de la ETA). Pero los millones de católicos que hay en el mundo, empezando por el Papa, no son responsables de la matanza de Breivik, del mismo modo que los millones de musulmanes no tienen mucho que ver con la hecatombe de las Torres Gemelas. De otra forma, estaríamos apañados.
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