Punto de Fisión

El mar que es el morir

Parece mentira al verlo hoy, doméstico y sereno, bañando las costas de África y de Europa, surcado por velas y patines, jugando a borrar castillos de arena en las playas. El Mediterráneo ha sido madre de dioses, frontera entre imperios, guarida de monstruos, ritos, liturgias, músicas. En sus orillas se hicieron guerras y poemas, se deshicieron civilizaciones, se escribieron sagas y epopeyas. En el retorno de la campaña de Troya, Odiseo desveló sus misterios para alumbrar futuras rutas comerciales, las arterias azules de fenicios y cartagineses. Es el mismo mar sin tiempo que contempló el auge y la caída de Persia, de Atenas, de Egipto y de Roma. Es el mar de Verlaine, ese techo, tranquilo de palomas; el mar de Pavese, hombre solo delante del mar inútil; el mar de Manrique, que es el morir; el mar de Jenofonte que los griegos saludaron como una liberación, ¡thalatta, thalatta!, al término de la Anábasis.

El Mediterráneo, cuya orilla alumbró el amor de Lesbos, el hexámetro de Homero, el teorema de Pitágoras, la caverna de Platón, la risa de Aristófanes, el grito de Esquilo, la luz de Aristóteles, casi todo lo bueno y noble que ha creado el hombre, también fue en su nacimiento agonía y catástrofe, una hecatombe como la memoria humana no ha vuelto a registrar otra, el instante en que se abrió la tierra a la altura de Gibraltar y el Atlántico entró en tromba anegando valles y pueblos, aniquilando animales y árboles. El agua subía al ritmo de diez metros por día, cayendo desde desfiladeros y montañas, y el trauma quedó consignado en los archivos de nuestra especie bajo la leyenda del diluvio universal. La búsqueda de la Atlántida culminó en las pinturas rupestres que descubrió Almasy en las cuevas del Sahara, ese paraíso acuático en medio de un laberinto de polvo, y en una lata de cerveza oxidada que desenterramos mi hermano y yo buceando en una playa granadina.

En ese parto mitológico, dos mundos se separaron para siempre, el sur y el norte, África y Europa, dos continentes desgajados como dos siameses que siguen repitiendo eternamente, ola a ola, su eterna cantinela de invasiones, éxodos, fugas, cruzadas, rapiñas y desidias. La marea viene y va, Roma aplasta a Cartago, el Islam llega hasta los Pirineos, los cristianos a Jerusalén, los turcos a las puertas de Viena. Ayer mismo volcó un barco frente a la costa libia con cientos de personas a bordo. Más de dos mil emigrantes han muerto ya este año intentando emular el final de la Anábasis, repitiendo la escena de Escila y Caribdis, muy lejos de Ítaca y de los cantos de sirena. El mar, que es el morir, y que no recordará jamás el nombre ni de uno solo de sus ahogados.

 

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