No recuerdo exactamente cuándo fue la primera vez que entré en la librería Negra y Criminal de Barcelona, pero si sé que me llevó alguien un sábado a media mañana. Lo cual resultaba tremendamente sospechoso porque aquel local de la Barceloneta parecía un garito de apuestas ilegales, un antro de perdición que sólo conocían algunos iniciados y cuya puerta debería abrirse únicamente de madrugada al murmullo de una contraseña secreta. No lo sabía yo bien. Montse y Paco Camarasa me enseñaron la librería, sonrientes, orgullosos de su criatura, la pionera del género en España: docenas de estanterías, miles y miles de títulos de novela negra y policíaca repartidos por todas partes. Montse me llevó hasta un tragaluz podía verse el sótano, con una silueta dibujada con tiza en el suelo junto a un revólver, y Paco me señaló, girando colgada del techo, una Nancy negra ("Negra y criminal" explicó muy serio), ataviada con una gabardina ad hoc y que representaba, metafóricamente, claro está, el móvil.
Fue hace muchos años pero todavía guardo como un tesoro la camiseta que me regalaron, aunque sólo me la pongo en ocasiones especiales, porque tampoco es cosa de ir por Lavapiés con el logo de la librería de Montse y Paco en mitad del pecho, a ver cómo les explicas tú a una barriada de nigerianos el juego semántico de "Negra y Criminal". En diversos tamaños, según nuestra barriga y diámetro pectoral, esa camiseta la tenemos docenas, cientos de escritores, veteranos y novatos, célebres y casi desconocidos, todos los que hemos pasado alguna vez por ese reducto de la literatura criminal que acaba de anunciar su clausura para primeros de octubre. Yo, que he trabajado en diversas librerías (la última de las cuales, la filial de Altaïr en Madrid, cerró sus puertas el año pasado), y que me he pasado media vida deletreando lomos y husmeando joyas de papel, comprendo la tristeza por la que deben estar pasando ahora ellos, que prácticamente empezaron con el negocio cuando el género negro apenas tenía repercusión en nuestro país y tienen que dejarlo precisamente ahora, cuando las novelas de detectives ocupan mesas enteras en las grandes superficies y se venden hasta en las gasolineras y los revisteros de aeropuertos.
Paco Camarasa estaba predestinado a ser librero desde que lo detuvieron en plena dictadura, un 23 de abril, cuando era un estudiante. De esa época, la de grandes maestros como Vázquez Montalbán, recuerda que apenas había policías en las novelas policíacas españolas (los protagonistas eran detectives, al estilo de Carvalho) entre otras cosas porque, como recuerda Paco: "la policía franquista era la más eficaz y ejecutiva del mundo, no tenían caso; dejaban al detenido tres días o treinta, los que fueran necesarios, y rápidamente firmaba la declaración". Era un tiempo amargo en que los fascistas ponían bombas en las librerías, no como ahora, que cierran ellas solas por inanición, por falta de lectores, ganas y curiosidad. Ningún librero ha hecho más que Paco y Montse por expandir un género que siempre fue un patito feo en nuestro país, y lo hicieron siempre a base de sonrisas y abrazos, tertulias, presentaciones, actos y firmas de libros de autores consagrados y de primerizos, de celebridades y de escritores casi anónimos a los que ellos invitaban igual, en una democrática fiesta cultural celebrada con sus tradicionales mejillones y regada con vino blanco. Es un delito haber dejado que muera una librería así. Un crimen que vamos a pagar muy caro.
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