Con el reconocimiento por parte de la Fundación Anne Frank de Basilea de que el famoso Diario de Ana Frank fue en realidad obra de su padre Otto concluye una de las disputas literarias más tristemente célebres de los últimos tiempos. Donde, por cierto, lo que menos cuenta es la literatura. Sin embargo, en 1956 el escritor judío Meyer Levin interpuso una demanda contra el padre de Anne, único superviviente de la familia, y en 1958 la justicia falló a favor del demandante con una indemnización de 50.000 dólares que Otto Frank debía pagar por el trabajo que el escritor había invertido en el Diario.
El historiador David Irving, negacionista del Holocausto, fue uno de los primeros en denunciar que el texto original se trataba de una burda falsificación y que la caligafría de los cuadernos no se corresponde con la de una carta de la propia Anne escrita a los trece años. Da bastante grima tener que darle la razón a un tipo de la calaña de Irving, que no sólo niega los sufrimientos de Anne Frank sino también los crímenes de la Shoah al completo, pero Irving no fue el primero en señalar que había partes del texto original escritas con tinta de bolígrafo y que, por las fechas en que vivió la niña, aún no se había inventado el bolígrafo. Otro revisionista, Richard Harwood, va aun más lejos y sostiene la teoría de que Anne Frank murió víctima del tifus y no en una cámara de gas.
Durante décadas toda esta controversia fue tachada de fantasía delirante que alimentaba las arcas del negacionismo, como si admitir el fraude que cometió Otto Frank, en flagrante complicidad con instituciones hebreas y editores sin escrúpulos, fuese a tirar por tierra las evidencias criminales de Auschwitz y Treblinka. Alguien dijo, no sin razón, que la crónica de los sufrimientos de una niña judía llamada Anne Frank valía por los sufrimientos de los cientos de miles de niños y los millones de judíos que terminaron en los hornos nazis. Y la tendrían toda si no fuese por el pequeño detalle de que vendieron el Diario de Ana Frank no como una novela, sino como un relato de hechos fidedignos. El término inadmisible en la frase anterior no es el sustantivo "novela" sino el verbo "vendieron".
Entre los miles y miles de volúmenes dedicados al Holocausto, tal vez el que llega más lejos sea una novela escrita por un gentil virginiano llamado William Styron: La decisión de Sophie. No sólo es una obra maestra digna de figurar por derecho propio entre los mejores libros del pasado siglo, sino también un eficaz y casi insoportable alegato sobre la brutalidad esencial del nazismo. Aunque Styron se basó en el recuerdo de una mujer real para crear a Sophie, nunca ocultó que el grueso de su narración es, básicamente, ficticio. Quien quiera pruebas y documentos incontestables, por millares, deberá acudir al monumento central de la historiografía de la Shoah, La destrucción de los judíos europeos, de Raul Hilberg.
Lo más triste de todo es que la Fundación Anne Frank ha reconocido la autoría de Otto (recusada por la sentencia de 1958, que dice que el autor fue Levin) únicamente para evitar que caducaran los derechos de autor, que así van a prolongarse durante varias décadas más y a engrosar las cuentas de los editores. A ellos poco o nada les importa la verdad, por no hablar del sufrimiento de las víctimas judías o de las no judías: únicamente buscan dinero. Son sólo una pieza más de ese repugnante engranaje que el politólogo Norman G. Finkelstein reveló en La industria del Holocausto, un estudio que desvela el enorme fraude moral del sionismo y el lucrativo negocio que mantienen ciertos lobbies judíos en detrimento de los auténticos supervivientes y de las verdaderas víctimas. Como dijo en memorable réplica el profesor Finkelstein a una niñata judía de la audiencia tras un discurso en Nueva York: "Mientras mi padre estaba en Auschwitz, mi madre estaba en Majdanek; cada uno de los miembros de mi familia fue exterminado, y es precisamente por las lecciones que mis padres nos enseñaron a mí y a mis dos hermanos, que no voy a ser silenciado cuando Israel comete sus crímenes contra los palestinos; porque considero que no hay nada más despreciable que usar el sufrimiento y el martirio de ellos para intentar justificar la tortura, la brutalidad, la demolición de hogares, que Israel comete diariamente contra los palestinos".
Hay un refrán ruso que dice que con las mentiras se puede llegar muy lejos: lo que no se puede es volver.
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