Después de protagonizar un Hillary Clinton a la española o un Susana Díaz a la derecha (ejemplos egregios del Metoo a base de votos), Soraya Sáenz de Santamaría ha hecho lo que ni Hillary ni Susana tuvieron arrestos de hacer: un harakiri político con todas las consecuencias. Bueno, lo que se dice con todas no, porque seguramente acabe, más pronto o más tarde, en el consejo de administración de alguna gran empresa. Lo habitual en un político que toma la puerta es que empalme directamente con otra puerta giratoria, aunque a Soraya tampoco le iría tan mal retomando su puesto como abogada del Estado.
De hecho, durante los años en que controló el aparato del partido, se rodeó literalmente de abogados. Tras capear decididamente las tormentas de lodo en que embarrancó el marianismo, desde la corrupción como forma de vida hasta la crisis separatista catalana, parecía la persona idónea para tomar el relevo en el PP. Sin embargo, contra todo pronóstico, la militancia ha preferido la bisoñez y el cartón-piedra de un vicesecretario de laboratorio, el clásico groupie de derechas: un cheerleader más que un líder. Salvando las distancias, que son inmensas, la situación recuerda el inesperado descalabro electoral de Winston Churchill contra Clement Attlee, cuando el pueblo británico decidió cambiar de caballo tras la victoria en la Segunda Guerra Mundial. Con mayor motivo, Soraya podría decir de su adversario lo mismo que dijo Churchill de Attlee: "Es un hombre modesto, y no le faltan motivos para serlo". Casado también es un hombre modesto, tanto que cuando dijo lo de "¡Viva el rey!", en realidad se refería a Casado.
Dicen que Soraya era una especie de Fouché con tacones, una mujer que manejaba los hilos del PP a su antojo y que le gustaba hacer y deshacer en la sombra, fuera de focos y bambalinas. Tal vez por eso mismo, el intento de acceder a la primera plana del poder, donde las luces resultan inmisericordes, le ha costado tan caro. En el congreso donde sus colegas la defenestraron, creíamos que iba a sacar un puñal y va y saca un abanico tuneado con la bandera española. Fue un momento de ridículo sublime, una metástasis del landismo en la que la Dama de Elche y Agustina de Aragón desembocaban en un número de Lina Morgan. Acostumbrada a dar la cara cada vez que su Jefe (como lo llamaba ella, con mayúscula incluida) metía la pata o no quería acudir a un debate, Soraya comprendía en carne viva y abanicándose que, por suerte, Mariano no hay más que uno.
Al igual que Rubalcaba o que esos actores secundarios que cumplen sobradamente sosteniendo el tinglado, la vicepresidenta no ha podido con el peso de la púrpura. O César o nada. Jiménez Losantos la apodó "la Menina", probablemente porque era el único que la miraba desde abajo. Fue, si no el único, uno de los pocos entre todos los grandes nombres del gobierno que se mantuvo siempre alejado del escándalo diario de los sobres, los cuadernos de Bárcenas, las cuentas en el extranjero, los cónyuges torpedeados y los másters de chichinabo. Probablemente eso tampoco iban a perdonárselo. Me da que en el PP se van a acordar de ella en las próximas elecciones.
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