Australia es uno de esos países civilizados que no molesta, que casi nunca aparece en los telediarios, un poco lo que le pasa a Canadá, a su vecina Nueva Zelanda o a Islandia. Cuenta Bill Bryson en su hilarante libro de viajes En las antípodas que se trata de un país tan enorme que una vez un grupo terrorista japonés detonó una bomba atómica en mitad del desierto australiano y nadie se percató de nada, salvo algunos bebedores de cerveza a los que les temblaron las jarras encima de la mesa y unos cuantos sismógrafos que enloquecieron un momento, una anomalía ante la que los científicos decidieron pasar página. Luego se supo que Aum Shinrikyo, el mismo que provocó el atentado mortal con gas sarin en el metro de Tokio, tenía unas propiedades enormes en la región de Victoria donde trabajaban dos ingenieros nucleares de la extinta Unión Soviética.
Australia, en efecto, es un lugar que puede competir con Macondo en lo que se refiere a hechos asombrosos, un país que es una isla que es un continente donde se refugia el animal más grande del planeta (la Gran Barrera del Coral, hoy herida de muerte), donde viven las especies más venenosas y peligrosas (pulpos, medusas, serpientes, arañas) y donde un día de 1967 el primer ministro, Harold Holt, desapareció tragado por una ola en una playa de Victoria y nunca más se supo. De hecho, como dice Bryson al comienzo de su libro, casi nadie sabe el nombre del primer ministro australiano fuera de Australia.
Por eso es una desgracia planetaria que estos días los noticiarios y periódicos surjan manchados con el humo de los incendios pavorosos que han devorado más de diez millones de hectáreas y con el nombre de Scott Morrison, el actual dirigente del país que al fin ha reconocido unos cuantos errores gordos en la gestión de la catástrofe y al que prácticamente ninguno de los afectados quiere dar la mano. Resulta penoso contemplar a Morrison mendigando un saludo a sus compatriotas y a sus compatriotas que lo dejan con el brazo colgando y con cara de mandarlo a tomar por culo. No es para menos, y no sólo por la tardanza y la poca seriedad con las que ha tomado la visita a las áreas afectadas (el colmo de la pachorra fueron unas vacaciones en Hawai con medio país ardiendo), sino sobre todo por los resultados de una política criminal basada en el fracking, la minería y los combustibles fósiles.
La dimensión bíblica de los incendios, las aterradoras imágenes de esos muros de fuego consumiendo árboles y bosques enteros, la insoportable visión de los animales carbonizados y los pobres koalas, canguros y ualabíes desahuciados, quemados y aturdidos son un recordatorio del mecanismo de relojería que tenemos colocado en la biosfera y al que hemos llamado, por llamarlo de algún modo, cambio climático. Parece un episodio sacado del Macondo de García Márquez, un capítulo inconcebible del realismo mágico y que sin embargo se ha cobrado ya cerca de treinta víctimas mortales, más de un cuarto de millón de evacuaciones y más de mil millones de animales muertos. Si serán graves los fuegos que seguramente el Open de Australia va a tener que aplazarse por culpa de la niebla tóxica que cubre Melbourne, una noticia que -me van a perdonar- me importa muy poco. La negligencia flagrante del gobierno australiano no es más que un eco de la desidia mundial: la lección de Australia consiste en que el día que queramos reaccionar puede que el planeta no sea más que un churrasco.
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