La mayoría de los deportes, olímpicos y de los otros, no sirven para gran cosa y ésa es precisamente la gracia del asunto, lo mismo que la poesía, la pintura, la música y demás artes en general. De hecho, algunas disciplinas atléticas pueden considerarse una extensión de las bellas artes, con esbeltos y fornidos participantes emulando en carne viva el mármol del Discóbolo o de la Victoria de Samotracia. Es cierto que el ejercicio en dosis moderadas viene muy bien para la salud, pero al nivel en que lo practican los atletas de élite -esas carreras extenuantes, esos saltos vertiginosos, esas pesas de ciento y pico kilos- no debe de ser muy sano para las rodillas o la espalda. Tampoco es que haya mucha diferencia entre correr cien metros unas décimas arriba o abajo de los diez segundos, sobre todo teniendo en cuenta que ni el más rápido de los velocistas alcanzará nunca a un galgo o a una bicicleta. Personalmente, soy de la misma opinión que aquel jeque árabe al que no le gustaban las carreras de caballos y que zanjó la cuestión con un epigrama tremendo: "Sí, ya sé que unos caballos corren más que otros".
La natación, sin embargo, resulta de una utilidad evidente, aunque uno no caiga en la cuenta hasta que está en medio de una extensión hostil de agua: sirve fundamentalmente para no ahogarse, al menos durante un rato. Por fortuna, más allá de accidentes puntuales en piscinas, lagos, ríos y playas, es un problema con el que rara vez tropezaremos en nuestra sociedad, donde creemos haber domesticado para siempre algo tan grandioso y salvaje como el mar, el mismo cuyo lomo ondulado cruzamos día y noche a base de lanchas, yates de recreo, barcos y trasatlánticos. No obstante, una de las mayores catástrofes de nuestra época -y sin duda la que nos toca más cerca- tiene como escenario recurrente ese mismo océano de juguete en cuya orilla plantamos sombrillas y toallas, y nuestra sordera al respecto se levanta con un maremoto de puro asco. Qué déficit de compasión, qué absoluta falta de piedad no será necesaria para no oír y no ver los cientos, los miles de naufragios que van tapizando el fondo del Mediterráneo de esqueletos humanos.
El Roto ha sintetizado esta atroz y continua negligencia humanitaria en una viñeta donde un tipo se lleva una caracola al oído y dice: "Antes se escuchaba el mar, pero ahora sólo se escuchan gritos de ahogados". Nuestra desidia ha llegado al punto de que la foto de Aylan, el niño muerto y varado en una playa de Turquía, dio la vuelta al mundo, pero la inmensa mayoría de la gente no comprendió que Aylan simbolizaba a miles de Aylanes: pensaron que sólo se había ahogado un niño en vez de multitudes. No sólo no hicimos nada por remediarlo sino que, poco después, circularon otra fotos de bañistas sentados tranquilamente al sol en una playa, no muy lejos de los cuerpos sin vida de varios inmigrantes víctimas de un naufragio, cumpliendo en la realidad aquel título terrible con que Manchette bautizó su primera novela negra: Dejad que los cadáveres se bronceen.
A muchos se nos hincha el corazón como una vela al contemplar las hazañas de los héroes olímpicos, pero debería reventarnos el pecho de emoción con la historia de Yusra Mardini, la nadadora de origen sirio que hoy compite bajo la bandera de los Refugiados, la muchacha que un día, junto a su hermana Sarah y un hombre cuyo nombre no he podido saber, salvó a 17 migrantes de una muerte segura en las aguas del Egeo. Cuando al bote en el que iban apiñados se le averió el motor en alta mar y empezó a ir a la deriva, los tres se lanzaron al agua y remolcaron la embarcación a nado durante tres horas y media. Mardini, que llegó exhausta y con síntomas de hipotermia a la costa de Lesbos, recordaba después cómo sujetaba una cuerda con una mano mientras no dejaba de avanzar con la otra y con los pies. También recordó que en el bote había mucha gente que no sabía nadar y que ni ella ni su hermana iban a quedarse a esperar de brazos cruzados. Dice el Talmud que quien salva una vida salva el mundo entero. Al principio me preguntaba para qué sirve el deporte: la vida de esas personas que se salvaron de morir ahogadas vale mucho más que todas las medallas.
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