Punto de Fisión

El calor que mata

El infierno. / Prettysleepy (Pixabay)
El infierno. / Prettysleepy (Pixabay)

Cuando yo era pequeño, el infierno era un concepto religioso, casi metafísico, una relectura católica de viejos mitos paganos donde un héroe bajaba a buscar información al reino de los muertos. Hasta mucho más tarde no me enteré que los griegos disponían de un Hades climatizado, un Hades nórdico que tiraba más al frío y a la humedad, y en el que los muertos hibernaban como sombras de sí mismos, muertos -más que nada- de aburrimiento. Era una noción completamente antagónica a las calderas de Pedro Botero, ese programa de cocina sobrenatural donde los condenados nos asaríamos a fuego lento por toda la eternidad, entre llamaradas y torturas inenarrables. A algunos curas del barrio les chiflaba la historia y no paraban de alabar las instalaciones en sus homilías, como si las conocieran personalmente.

Era difícil conciliar la amenaza de un castigo eterno con la idea de un Dios que nos ama sobre todas las cosas, pero la doctrina católica estaba llena de encajes de bolillos por el estilo, vírgenes capaces de parir y superhéroes que eran tres en uno. Con el tiempo, uno acaba descubriendo que la etimología del infierno alude a un lugar subterráneo, una prisión de lava y fuego ardiente bastante parecida, quizá no por casualidad, al núcleo ígneo del planeta. Poco a poco, entre erupciones volcánicas y accidentes de centrales nucleares, el fuego iba subiendo a la superficie, aunque los ecologistas nos habían advertido, desde los años ochenta, que lo mejor estaba por llegar y que la crema solar no nos iba ayudar mucho.

No hicimos mucho caso de las advertencias, a pesar de la retirada de los glaciares y de la subida general de temperaturas. El calentamiento global era un invento para que se forraran los científicos y el cambio climático un camelo en contra de la marcha general del progreso. El escepticismo resiste incluso contra la evidencia de estos veranos cada vez más espantosos en los que los bosques arden como cerillas y las lecturas de 40º grados centígrados en ciertos puntos de Siberia. Se habla de "olas de calor" cuando el termómetro rompe marcas durante dos semanas y más que una ola parece que estemos sufriendo un maremoto.

Una cosecha de incendios devastadores y más de 360 muertes provocadas por el calor extremo debería hacernos reflexionar un poco, pero el verano es un tiempo poco propicio a reflexiones. El sábado murió un empleado de la limpieza urbana en Madrid después de sufrir un golpe de calor a la cinco y media de la tarde del viernes en el Puente de Vallecas. Claro, no iba a morirse de un golpe de calor un banquero examinando unos balances en su piscina de La Moraleja. El alcalde Almeida se ha comprometido a hablar con el delegado de Medio Ambiente y con las empresas responsables a ver si pueden introducir mejoras, pero ocurre lo mismo que con los incendios: es culpa del verano y a quién se le ocurre trabajar en verano, cuando hay un montón de centros médicos cerrados por obra y gracia de la presidenta Ayuso. Ya es mala pata que la muerte sea un obrero estajanovista que ni siquiera coge vacaciones. En cuanto al infierno, hace años que trabaja a tiempo completo y no deja de abrir nuevas sucursales en la península. Tenían razón no sólo los ecologistas sino también los curas de mi barrio, quién lo diría.

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