Dicen que de niña parecía un chico, que andaba casi siempre sin zapatos, jugando a tirar piedras, robando sandías con sus hermanos mayores, ayudando a su padre, Jonas Bailey Gardner, en la plantación de tabaco; una infancia feliz a lo Tom Sawyer de la que apenas sobrevivieron un rudo acento sureño de Carolina del Norte que tuvieron que arrancarle a la fuerza en los estudios de la Metro Goldwyn Mayer y la pena por la muerte de su padre cuando sólo contaba trece años. Aprendió muy pronto a levantarse tarde, a fumar a escondidas, a liar cigarrillos con papel de periódico, a bailar al ritmo de las melodías de jazz, de las orquestas hillbilly o de cualquiera que aporrease un piano, bailando descalza para sentir los pies desnudos sobre la tierra, una costumbre sobre la que Joseph Leo Mankiewicz levantó una leyenda. Ava Gardner nació un día de Nochebuena de hace exactamente cien años y unos pocos días, y todavía estamos celebrando el milagro.
Cuando su belleza eclosionó al fin parecía una diosa descendida del Olimpo, un óvalo perfecto de cabellos negros, ojos verdes, pómulos altos y labios sensuales, una premonición de la Venus de alabastro que iba a encarnar unos años después, camino del estrellato. Al contrario que otras actrices minuciosamente diseñadas en los laboratorios cinematográficos, Ava se mostró al mundo sin retoques, tal como la retrató su cuñado en unas fotos que expuso para promocionar su negocio neoyorquino. Un día, lo mismo que en el guión de una mala película, pasó un ejecutivo de la Metro Goldwyn Mayer y se quedó pasmado ante la hermosura monstruosa de aquella muchacha. Cuando la contrataron por 50 dólares semanales, ni siquiera sabían muy bien qué hacer con esa beldad alucinante que no tenía nociones de actuación y hablaba como una pueblerina. Robert Siodmak, uno de los primeros directores con los que trabajó, le dijo el primer día de rodaje que se quitase todo el maquillaje, que se lavara y volviera con la cara limpia al plató. Era tan auténtica, tan natural, que ni siquiera tuvo que cambiarse el nombre: Ava Lavinia Gardner. Le gustaba que la llamaran Ava, solamente Ava. No le hacían falta más que tres letras.
Se casó muy joven con Mickey Rooney, un donjuán enloquecido al que sacaba la cabeza y que no paró de llamarla hasta que consiguió una cita con ella y con su hermana Bappie. Fue un matrimonio breve y desastroso, casi una campaña publicitaria para Ava, además del primero de sus malos tropiezos con los hombres. Rooney la engañó varias veces, una de ellas mientras convalecía de una operación de apendicitis, y el alcohol y las discusiones constantes no ayudaron a mejorar las cosas. Después cayó rendida ante Artie Shaw, un clarinetista genial, pero también un machista petulante e insoportable que solía reírse de ella delante de sus amigos por su falta de lecturas y pretensiones intelectuales. Según confesión propia, nunca quiso a ningún otro hombre como a Shaw, y el fracaso de ese matrimonio iba a teñir de amargura y desconfianza todas sus relaciones posteriores. Era tan engreído que un día se empeñó en enseñarle a jugar al ajedrez y cuando Ava le ganó la primera partida, nunca más volvió a jugar contra ella.
Cuentan que cara a cara resultaba todavía más impresionante que en la pantalla, pero lo que acojonaba de ella no era sólo su físico sino su cabeza, su inteligencia, su voluntad insobornable de acostarse con quien quisiera, de hacer lo que le daba la gana cuando le daba la gana. Pasó del anonimato al estrellato sin apenas paradas intermedias, gracias a unos cuantos papeles de figurante en unas cuantas películas insulsas. En una de ellas (Venus era mujer, 1948) encarnaba a una diosa del amor que desciende de su pedestal de estatua para enamorarse de un pobre mortal: una especie de borrador de la película que iba a repetir muchas noches a lo largo de su vida. En Forajidos (1946) -su primer papel estelar, donde encarnó a una de las hembras fatales del cine negro- el director, Robert Siodmak, la ayudó a suplir sus evidentes carencias interpretativas mediante un minimalismo de gestos y actitudes en el que su presencia apabullante lo decía todo. Simplemente, la cámara la adoraba. A decir verdad, Bette Davis, Ingrid Bergman o Katharine Hepburn eran actrices infinitamente más sofisticadas y sutiles que Ava Gardner, pero ni con todo su talento y su experiencia conjuntas habrían podido quemar el celuloide con la llamarada fascinante, carnal y malévola de Kitty Collins enguantada en un vestido de raso negro, rasgando el celuloide con las pestañas y llevando a Burt Lancaster al infierno.
Su vida y su trabajo se iban intercambiando fuera y dentro de las pantallas en un juego de espejos. Mantuvo romances sonados con docenas de amantes ocasionales; los más ardientes de aquellos años fueron con Howard Hughes, un excéntrico millonario con el que acabó a bofetadas, y con Robert Mitchum, un actor magistral que fue el único al que pidió matrimonio. Mitchum le dijo medio en broma que preguntara a su esposa y, cuando Ava telefoneó, diciéndole que ya lo había disfrutado suficiente tiempo, ella replicó que no pensaba soltarlo ni en sueños. La pareja que sí logró romper, mediante un escándalo que sacudió los Estados Unidos, fue la de Frank y Nancy Sinatra, una pasión volcánica que desembocó en su tercera y última boda, y que estuvo plagada de peleas y broncas inenarrables. Cuando estaba rodando Mogambo (1953), en África Occidental, John Ford quiso avergonzarla en una cena preguntándole cómo se había liado con ese enano de Frank, que sólo pesa 53 kilos, y Ava lo dejó bizco al responder: "Porque son 3 kilos de Frank y 50 kilos de polla".
Durante el rodaje en España de Pandora y el holandés errante (1951), de Albert Lewin, se encaprichó de un torero, Mario Cabré, y Sinatra acudió loco de celos para montar por su cuenta otra película en paralelo. Permaneció quince años en el feudo pobre y ceniciento del general Franco, llenándolo de vida y de locura, saltando de juerga en juerga y de hombre en hombre, fumando como un carretero y bebiendo como dos carreteros. Hemingway se quedó tan fascinado con ella que guardaba una de sus piedras de riñón como un talismán y Robert Graves, al que visitó en su casa de Deiá, en Mallorca, le dedicó un relato. Su tempestuoso romance con Luis Miguel Dominguín, el playboy de los ruedos, concluyó en el momento en que el torero comprendió que jamás iba a poder meterla en vereda. Charlton Heston cuenta cómo una noche, poco después de la filmación de 55 días en Pekín (1963), la vio toreando coches en el Paseo de la Castellana, borracha perdida. En su casa de Madrid montaba unas fiestas tan tremendas que el general Perón, exiliado de lujo y vecino suyo, tenía que llamar cada noche a la policía y ella las terminaba insultándolo a voces desde la ventana.
Joseph Leo Mankiewicz remató el juego de espejos al regalarle el papel de María Vargas en La condesa descalza (1954), una interpretación mítica que era también el revés y el epítome de su vida. En los años de decadencia, hinchada por el alcohol y los excesos, se quejaba de que, pese a su fama y su dinero, nunca había sido feliz, pero lo cierto es que Ava Gardner había llevado al límite aquel epigrama de Oscar Wilde: entre la felicidad y el placer, mejor tomar partido por el placer, hay que elegir siempre lo más trágico. Tal vez la peor desgracia de Ava fue haber disfrutado de una infancia demasiado feliz; por lo demás, hizo lo que quiso cuando quiso y como quiso, aunque jamás pudiera regresar a aquella plantación de tabaco donde jugaba de niña con los pies descalzos.
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