Punto de Fisión

El último artefacto socialista

El último artefacto socialista
Un fotograma de la miniserie 'El último artefacto socialista'

Dos amigos viajan por una carretera perdida de Croacia en busca de un pueblo al borde de los mapas, Nustin, un limbo de bares desangelados y biografías en suspenso marcado por la ruina de una antigua factoría que era el corazón industrial de la zona. Forman una pareja de cine mudo: Oleg es bajito, vivaracho, simpático; Nikola, alto, serio, silencioso; Oleg quiere volver a arrancar la maquinaria oxidada, movilizar a los jóvenes y a los viejos del pueblo en el proyecto de fabricar una turbina completamente obsoleta. Los jóvenes son veteranos de la guerra de Afganistán; los ancianos, obreros jubilados que se pasan el día mano sobre mano: dos estirpes de parados sin más horizonte que el tedio, el alcohol y el tabaco, y que no acaban de comprender cómo es que esos dos perdularios pretenden dar marcha atrás al tiempo.

Dalibor Matanic ha adaptado una novela de Robert Perisic en una miniserie de seis capítulos que es, probablemente, la mejor obra audiovisual rodada en Europa desde hace veinte años, desde que en 2003 Marco Tullio Giordana asombrara al mundo con La mejor juventud, esa inolvidable familia que cruzaba tres décadas de la historia de Italia. Matanic ya había explorado los traumas y las cicatrices de la guerra de Yugoslavia en Bajo el sol (2015), una película que obtuvo el Premio Especial del Jurado en Cannes, pero que queda muy por debajo de la ambición, la complejidad formal y el registro emocional de El último artefacto socialista. Narrada capítulo a capítulo desde la perspectiva de seis de sus protagonistas (cuatro hombres y dos mujeres), la miniserie avanza a través de los encuentros y desencuentros de una pequeña comunidad sin futuro en donde un empresario bienintencionado y temerario pretende restaurar la esperanza.

Hay un viejo ingeniero, Janda, cuya familia emigró a Suecia huyendo de la miseria y que subsiste enganchado a la botella. Hay una camarera, Lipsa, embarrancada en un bar de carretera que decide unir su destino a una corazonada. Hay un sombrío cacique local, Ragan, un antiguo dirigente comunista culpable del saqueo de la fábrica que es dueño de una gasolinera y que intenta hacer todo lo posible para hundir ese pequeño renacimiento socialista. Hay una muchacha, Seila, que tuvo que regresar derrotada del exilio y que visita de vez en cuando la cabaña de su tía en medio de la montaña. Hay otro ingeniero jubilado, Slavko, un hombre con un rostro devastado por la tristeza que va a todas partes acompañado por un perro negro que parece su propia alma.

Hay un obrero, Branos, un buen hombre empeñado en destrozar su matrimonio que se agarra como a un clavo ardiendo al propósito descabellado de fabricar una turbina que no sirve para nada. Hay un náufrago, Nikola, que acepta el puesto de director porque no sabe qué hacer con su vida. Hay una mujer soltera al frente de un museo dedicado a la gloria del pasado de la ciudad, una aburrida colección de fotos y planos industriales en donde lo único que merece la pena es ella. Hay un tabernero que decide reabrir el bar al lado de la fábrica para que el espejismo sea completo. Hay tanta vida en ese pueblo muerto, tanta carne en esos sueños balcánicos, tantos anhelos tronchados renaciendo de pronto, que se hace imposible asistir a esta danza sin un nudo en la garganta. Al final comprendemos que la turbina inútil tiene un sentido, que tal vez esta obra de arte incomparable sea el último artefacto socialista.

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