Cuando Stanley Kubrick desechó la banda sonora que había encargado a Alex North para 2001: una odisea del espacio, el compositor -que había sufrido trabajando a toda máquina hasta el punto de que tuvo que acudir a algunas de las sesiones de grabación en ambulancia- comprendió que no podía competir con los conceptos musicales que el director tenía en la cabeza al imaginar la película. La alucinante fanfarria inicial de Así habló Zaratustra, de Richard Strauss, evocando la inmensidad del vacío cósmico. El conmovedor adagio de Gayaneh, de Aram Khachaturian, trazando el rumbo de la astronave rumbo a Júpiter. Las elegantes cabriolas de El Danubio Azul del otro Strauss, Johann, marcando el vals de planetas, estaciones espaciales y bolígrafos flotando en gravedad cero.
Había, sin embargo, otras músicas más extrañas, texturas aparentemente inmóviles, una barahúnda de voces y cuerdas desgarradas que marcaban los momentos más perturbadores de la cinta: la primera solemne aparición del monolito ante la tribu de simios y la segunda, terrorífica, en medio de una excavación lunar. Se trataba de fragmentos de Lux Aeterna, Requiem, Aventuras y Atmósferas, cuatro obras del compositor húngaro György Ligeti. La apuesta de Kubrick fue utilizar la música de un compositor contemporáneo prácticamente desconocido como fondo de su gran poema visual. Pero ni siquiera había pedido permiso y Ligeti -que se había quedado estupefacto ante la perfecta simbiosis entre imagen y sonido, y posteriormente agradecido por la enorme publicidad que la película iba a dar a su obra- entabló una demanda legal que acabó ganando.
Las inquietantes disonancias del Requiem, ese magma polifónico que avanza del caos hacia el caos, sirven para ilustrar el despertar del intelecto en la conciencia de un animal: la idea de que la evolución se abre paso a través de la violencia en el momento en que un mono descubre cómo matar a un semejante. Estrenado en 1964, el Requiem de Ligeti hace referencia a una tragedia personal y colectiva sin precedentes: los campos de exterminio nazis donde parte de su familia, su padre, su hermano y sus tíos, habían encontrado la muerte. El texto tradicional de la misa latina se disgrega en una serie de murmullos, gritos y aullidos que se concentran en un tejido sonoro de insólita belleza. Ligeti tenía una sólida formación clásica desde sus estudios en el conservatorio de Cluj, aunque, después de la Segunda Guerra Mundial, lo poco que conocía del método dodecafónico de Schönberg lo había sacado de la lectura de Doktor Faustus, la novela de Thomas Mann que glosa la vida de un compositor ficticio, Adrian Leverkühn.
"Nací en 1923 en Transilvania, como ciudadano rumano. Sin embargo, de niño no hablaba rumano ni mis padres eran transilvanos" dice Ligeti. "Mi lengua materna es el húngaro, pero no soy un verdadero húngaro, ya que soy judío. Sin embargo, no soy miembro de una congregación judía, por lo que soy un judío asimilado. Sin embargo, no estoy completamente asimilado porque no estoy bautizado. Hoy, como adulto, vivo en Austria y Alemania y soy ciudadano austriaco desde hace tiempo. Pero tampoco soy un auténtico austriaco, sólo un inmigrante, y mi alemán siempre tendrá acento húngaro". Esta serie de adversativas definen también la situación de Ligeti en la música contemporánea: un desterrado, un paria fuera de cualquier escuela, lejos de todo dogma, abierto a cualquier influencia del pasado y del presente, desde las hermosas melodías de su folklore natal a los zumbidos electrónicos de Stockhausen, desde la polifonía medieval a los experimentos vanguardistas de John Cage y los intrincados ritmos de ciertas tribus de pigmeos africanas.
Hombre de fronteras, extranjero en todas partes, había estudiado matemáticas hasta que el descubrimiento de su gran paisano, Béla-Bartók, lo llevó hacia el estudio de la música. Nunca ocultó que muchos de sus sorprendentes hallazgos los hizo a través de influencias tan dispares como los grabados de Escher, la lectura de Kafka o la geometría fractal de Mandelbrot. En muchas de sus obras hay una mezcla constante entre la tonalidad y la atonalidad, técnicas contrapuntísticas y aleatorias, formas clásicas (conciertos, estudios y sonatas) que precisan de una instrumentación tradicional, pero también investigaciones tímbricas o innovaciones tan perturbadoras como el Poema sinfónico para cien metrónomos, en el que la percusión resultante del centenar de aparatos batiendo a distintas velocidades, agotándose y deteniéndose, provoca fascinantes oleajes de sonido, espejismos de lluvia, crujidos de bosques, relojes agonizantes.
El resultado es de una originalidad y una intensidad asombrosas, una experiencia sonora radical de la que nuestros oídos salen purificados. Al igual que su compatriota Bartók, que Stravinsky, Britten, Janácek o Messiaen, por citar sólo unos pocos, Ligeti demuestra que la música clásica contemporánea no es ese desorden aburrido, pedante e insoportable que cree la mayoría del gran público sino un viaje fascinante al corazón mismo del sonido. Él mismo advertía que sus composiciones tenían asociaciones visuales, literarias e incluso políticas, pero que eso no importaba a la hora de escucharlas. Le sorprendió que, muchos años después de 2001, una odisea del espacio, Kubrick volviera a emplear una pieza suya de tres notas (el Mesto, rigido e ceremoniale de la Musica ricercata para piano solo) como fondo musical de una de las secuencias de Eyes Wide Shut: decía que la había escrito en soledad, a comienzos de los años cincuenta, agobiado por la dictadura comunista, y que la había concebido "como un cuchillo en el corazón de Stalin".
Una vez explicó que se sentía emparedado entre el muro de la vanguardia y el muro del pasado: en ningún caso podía retroceder ni continuar haciendo experimentos, él sólo pretendía escapar. Lo hizo sin atender a ninguna regla, sin olvidar ninguna tampoco, a través de una inventiva y una libertad sin límites. Continuum, una pieza de poco más de tres minutos, logra el milagro de que un clavicémbalo suene como si fuese música electrónica mientras en algunos de sus Estudios el piano parece un instrumento de otro planeta. En Lontano, una obra de poco más de diez minutos de duración, los timbres de la orquesta tradicional se funden en un hilo de sonido que crece, tiembla y se disemina interminablemente, una telaraña sonora en la que el tiempo se transforma en espacio y el espacio en tiempo. Pocas veces la música habrá estado más cerca del más allá, del silencio y de nosotros mismos.
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