Punto de Fisión

Jugando al tute con Vox

Jugando al tute con Vox

En España tenemos una gran tradición censora, un índice de libros prohibidos que da gusto mirarlo. Durante el franquismo ejercieron el oficio de la tijera estudiosos, eruditos y poetas de la talla de Martín de Riquer, José Antonio Maravall o Leopoldo Panero. A veces, en un juego de espejos posmoderno, la mano que tachaba ciertos renglones acababa tachada ella misma: le ocurrió al mismísimo Camilo José Cela, quien como censor dejaba pasar los manuscritos prácticamente intactos, pero no se libró de que le echaran para atrás La colmena, un libro que tuvo que publicar primero en Buenos Aires en 1951, con varios párrafos censurados.

Cuando Luis Buñuel regresó a España para filmar Viridiana, logró colar una auténtica bomba de relojería cuya onda expansiva llegó hasta el Vaticano. Ningún censor detectó el ataque directo a las bondades de la pobreza y a la virtud de la caridad, ni la sátira feroz de La última cena de Leonardo da Vinci, parodiada mediante un obsceno revuelo de faldas. Después del escándalo internacional, Franco vio la película en un pase privado y tampoco detectó el menor problema: "Son sólo chistes de baturros2 dijo. Como muchos otros grandes dictadores del siglo XX (Mussolini y Stalin son los ejemplos más obvios), Franco amaba el cine, aunque se trata de un amor no correspondido. Raza (la película de Jaime Sáenz de Heredia basada en la novela escrita por el propio Franco bajo el pseudónimo de Jaime de Andrade) sufrió una revisión completa diez años después de su primera versión con el fin de eliminar las críticas a los Estados Unidos, las referencias a la Falange y los brazos tiesos en el saludo hitleriano.

En la URSS, durante los años 30 y 40, dedicarse a la poesía, la novela, la dramaturgia o la ópera, era un deporte de riesgo. Al igual que los inquisidores medievales, los comisarios comunistas preferían que el autor desapareciera junto a la obra para evitar malentendidos. Un epigrama contra Stalin le costó el destierro a Siberia a Osip Mandelstham, quien murió en un campo de tránsito en Vladivostok antes de llegar a Kolymá. Ajmátova sufrió la censura estatal durante años y, después de la guerra, su hijo fue arrestado y condenado a diez años de prisión. Tras una crítica demoledora en Pravda sobre Lady Macbeth de Mensk, Shostakóvich vio cómo su ópera era retirada de los teatros y se pasó una temporada durmiendo con un ojo abierto, vestido y la maleta hecha, esperando una visita intempestiva de madrugada. Su amigo íntimo, el genial director teatral de vanguardia Vsévolod Meyerhold, fue detenido y ejecutado en 1940. Una suerte similar corrieron el escritor Boris Pilniak por culpa de unas cartas encontradas en la correspondencia del sindicalista catalán Andreu Nin –torturado y asesinado por agentes soviéticos en la guerra civil española— y el novelista Isaak Babel, quien comentó después de que le prohibieran publicar: "He descubierto un nuevo género literario: el silencio".

Mandelshtam dijo que la URSS era el único país donde se toman la poesía en serio: "Hasta matan por ella". Murió unos meses antes del asesinato de García Lorca en algún lugar entre Víznar y Alfacar, después de una llamada telefónica del general Queipo de Llano. Quemar libros, prohibir representaciones teatrales, sea por las razones que sea, es el primer paso antes de quemar personas. La semana pasada en Getafe los inquisidores de Vox vetaron una comedia de Lope de Vega porque en escena aparecían una vulva y un falo gigantescos, aunque La villana de Getafe, la obra en cuestión, sea en realidad una defensa de la dignidad femenina.

La libertad de expresión consiste en permitir la publicación de cualquier cosa, en aguantar en la ficción lo que no aguantaríamos en la realidad, ya sea un chiste machista, una canción de mierda o una novela xenófoba. El punto extremo lo mostró Francois Truffaut en su adaptación de Farenheit 451, la impresionante novela de Ray Bradbury, cuando el bombero pirómano, festoneado por las llamas, dice que los libros son muy peligrosos y lo que sostiene en su mano es un ejemplar del Mein Kampf. Si algo bueno tiene la censura es, primero, la sutileza con que obligan a los creadores a sortearla y, segundo, la publicidad inesperada que otorga un hachazo mortal. Mandelshtam, Ajmátova o Lorca ya eran, sin la menor duda, tres de los grandes poetas del pasado siglo, pero su martirio los colocó en un pedestal inaccesible. La primera idea de Buñuel para concluir Viridiana era poner a los protagonistas juntos en la cama, pero la censura previa le obligó a afinar la secuencia y lo que podemos ver ahora es a Paco Rabal en una partida de cartas que le dice a Silvia Pinal: "No me lo va a creer, pero la primera vez que la vi me dije: mi prima Viridiana terminará jugando al tute conmigo". Cuidado, porque a partir de este año lo mismo nos toca jugar al tute con Vox.

 

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