Es posible que actualmente exista un concepto más vapuleado, prostituido y defecado que el de libertad, pero ahora mismo no se me ocurre ninguno. La libertad, según Ayuso y los neoliberales de turno, es el privilegio de los afortunados que pueden pagarse una operación a corazón abierto o apropiarse de un hospital pagado con dinero público; si usted no es millonario, su libertad consiste en hipotecarse de por vida a cambio de la salud o morirse sin molestar mucho. Esta libertad ejercida de arriba abajo viene muy bien para poner en orden los desajustes igualitarios, de manera que los niños de papá, los hijos de los millonarios, puedan acceder a las becas y ayudas que habitualmente creíamos destinadas a los alumnos más desfavorecidos. Ya advertía Orwell que todos los animales son iguales, pero algunos más que otros.
De entre todas las libertades derribadas y arrastradas por el fango, la libertad de expresión brilla con luz propia: la de un flexo que examina al inconsciente que critica o satiriza al poderoso. De este modo, por las redes sociales circula una especie de policía del excremento (llamarla "del pensamiento" sería obviamente exagerado) que denomina "fascistas" a las voces disidentes que se atreven a poner en duda a grandes popes de la televisión. Tal vez el caso más sangrante sea el de Pablo Motos, un presentador chocarrero que cuenta con una cohorte de correveidiles y tuiteros dispuestos a señalar con una cruz a cualquiera que cuestione el machismo, el clasismo, la homofobia y la imbecilidad general que destila su programa. Es difícil retorcer más la semántica para concluir que la libertad de expresión es exclusiva de Pablo Motos.
No obstante, este fin de semana, este retorcimiento semántico ha ido un paso más allá, cuando el humorista Facu Díaz desveló que Pablo Motos ha presionado, censurado o amenazado a montones de cómicos a quienes se les ha ocurrido bromear o hacer chistes sobre Pablo Motos. La denuncia de Díaz ha provocado un auténtico #metoo de damnificados, entre los que se incluyen dibujantes satíricos, políticos o invitados al programa que en su día denunciaron el lamentable comportamiento del presentador y que posteriormente recibieron una llamada de advertencia de la productora. Hablamos de un tipo con un poder inmenso, un personaje que en público se ha convertido en adalid de la libertad de expresión y en privado se comporta como un matón de tres al cuarto, un mafioso de ascensor o un Mussolini catódico. "No vais a trabajar en televisión en vuestra vida" era el leit motiv habitual de las llamadas.
Lo verdaderamente gracioso de historia es que ha brotado unos días después de que Alfonso Guerra se quejara en El hormiguero, con gran regocijo de Motos, de que ya no hay libertad de expresión porque no pueden hacerse chistes de mariquitas, de gangosos o de enanos. Hombre, Alfonso, por poder sí se puede, lo que pasa es que quedas como un gilipollas y entonces la libertad de expresión (la de los demás) vuelve para pegarte como un bumerán en la boca. También es verdad que con las gracias y desgracias de Alfonso Guerra pueden hacerse chistes para publicar tres tomos.
De hecho, una de las cosas que sacan de quicio a Pablo Motos es que otros humoristas hagan chistes sobre su estatura, que no es precisamente la de un pívot de la NBA, o sobre su físico, cuando no deja de compartir esas fotos hilarantes en las que practica yoga y parece que esté imitando a un pavo antes de entrar al horno. Él mismo se rio un día a carcajadas del aspecto de Fernando Simón, cuando el suyo es para ponerle un burka a la tele. Hace poco escribí que siempre que se habla de los límites de humor nadie señala que Pablo Motos es uno de ellos. Quién iba a pensar que no era ninguna broma.
Comentarios
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