Punto de Fisión

La estatura que tuvimos

Algunas veces discuto amablemente con amigos que me dicen que ellos no quieren leer libros duros o desagradables; que ellos no ven películas violentas; que apartan la mirada del mal cuando hace su aparición en el cine, en la televisión o entre las páginas de una novela de narcos, como si con ese virtuoso movimiento de ojos pudieran hacer desaparecer por ensalmo las guerras, las torturas, las violaciones y los narcos que salpican el mundo. Es ingenuo pensar que la realidad imita al arte cuando casi siempre sucede al revés; de otro modo, la pornografía, los videojuegos y las películas sanguinarias hace tiempo que habrían convertido nuestra vida en un infierno.

Quienes piensan que la violencia en la ficción es una prerrogativa de nuestra época olvidan los lienzos barrocos consagrados a martirios y crucifixiones; los frescos medievales ensangrentados de masacres; los populosos exterminios bíblicos o esos terribles pasajes de La Ilíada en que una lanza atraviesa una cabeza por la nuca y la punta asoma por los dientes. Es fácil tergiversar, exagerar, mentir en busca de la admiración, el asombro, el aplauso; pero también es fácil distinguir el metal del latón: un balazo de Peckinpah, regado con dolor, lágrimas y adrenalina, de uno de esos balazos burlescos de Tarantino puestos ahí para hacer caja.

Estatura (ed. Sloper), la primera novela de Daniel Díez Carpintero, es lo que los alemanes llaman un Bildungsroman, una novela de aprendizaje, una iniciación de la infancia a la edad adulta a base de decepciones, frustraciones y palizas, un Wilhelm Meister que va creciendo a fuerza de hostias. Desde la confesión de la primera frase ("Yo medía un metro con veinte centímetros"), la narración se desarrolla en un universo a ras del suelo, un chaval que mira el mundo de abajo arriba, ansioso por dejar atrás la niñez entre el crujido del papel aluminio con que se envuelven los bocadillos del recreo y el olor de la tiza en las aulas. Una profesora sustituta se convierte en el primer amor imposible de Berni, una joven hermosa que le anima a escribir y gracias a la cual termina su primer libro, un manuscrito donde un crucero que se esfuma en el Triángulo de las Bermudas reaparece en Filipinas con los pasajeros y la tripulación transformados en bebés. Parece una pincelada al azar, pero es un armónico que suena más de doscientas páginas después, en el conmovedor final de la novela.

Portada del libro 'Estatura', de Daniel Díaz Carpintero.
Portada del libro 'Estatura', de Daniel Díaz Carpintero.

En efecto, era muy fácil sucumbir al sensacionalismo, canjear la violencia por su propia parodia, sacrificar el viacrucis de Berni en aras de una serie de estampas epidérmicas donde las heridas y los huesos rotos formasen parte del decorado, como los cadáveres gratuitos que adornan cualquiera novela negra prefabricada. Lo difícil, lo verdaderamente difícil, era profundizar en el dolor de este pobre chaval apaleado, viajar con él hasta el centro de la Tierra, asomarse al abismo de esa niñez desesperada y advertir en su soledad y su desamparo los ecos de nuestra propia infancia. No importa que no sufriéramos en carne propia un padre tan brutal y patético, ni una adolescencia desgraciada: es la atmósfera a presión, la precisión de los detalles, el martilleo implacable de la prosa, lo que hace de Estatura una obra de arte inolvidable.

Al leerla, había fragmentos, había páginas, había capítulos enteros que removían mis entrañas, recuerdos agazapados medio siglo atrás en las puertas de un colegio extinguido, con una horda de matones en pantalones cortos esperándome a la salida. O el temor y la impaciencia del sexo cuando el sexo no era ni siquiera una palabra, a esa edad en que, como escribió Pessoa, "los sentimientos eran sólo el deseo de tenerlos". Berni avanza hacia su estatura de adulto dejando cadáveres de sí mismo por el camino, esperanzas, sueños, pequeños niños muertos, crisálidas de una mariposa que fuese a nacer oruga. Por culpa de esta novela he recobrado la zozobra de los amores rotos, el sabor del fuego y las cenizas sobre la cama de aquel hotel de Londres. Y he vuelto a acompañar a Berni y a Piti Miranda, ebrios de furor y de gozo, destrozando un coche abandonado a martillazos.

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