En el hermoso libro de recuerdos de Gustav Janouch, Conversaciones con Kafka, el autor recuerda cómo el gran escritor praguense le hablaba a menudo de la juventud, de la suerte que tenía de seguir siendo un muchacho, de la envidia que le daban los jóvenes y de cuánto añoraba su propia juventud perdida. Cuando Janouch le precisa que, en realidad, ni siquiera ha cumplido los 40, Kafka se echa a reír, una de esas risas juguetonas y espléndidas que fácilmente concluyen en un terrible ataque de tos. Un día le respondió: "Soy tan viejo como el judaísmo, como el Judío Errante". Murió poco antes de cumplir los 41, el 3 de junio de 1924, hace exactamente un siglo, tras el largo suplicio de la tuberculosis.
Kafka está hecho de contradicciones, de antítesis, de paradojas, y quizá la más grande de todas sea que el oscuro abogado que falleció en un completo anonimato fuese considerado, poco después de su muerte, uno de los tres o cuatro escritores fundamentales del pasado siglo. Nabokov llegó a decir que, a su lado, Rilke o Thomas Mann, eran enanos, figuras de escayola, mientras que Elias Canetti sería uno de los primeros en señalar su olfato histórico, las horribles profecías plasmadas en El proceso y El castillo, dos libros que de algún modo anuncian los horrores del totalitarismo, la pesadilla burocrática de los juicios comunistas y el horror de los campos de exterminio nazis donde dos décadas después asesinaron a sus tres hermanas.
Pese al aire sombrío y ominoso que empapa toda su obra, muchas veces olvidamos ese humor negro que lo llevó a comparar los desfiles fascistas italianos con las revistas musicales y al propio Mussolini con un domador de fieras y un cómico de mala muerte. Kafka consideraba el humor algo terriblemente serio, tanto que no podía evitar reírse con sus amigos al leerles en voz alta el primer capítulo de El proceso, ese momento en que los policías van a detener a Joseph K. y se comen su desayuno delante de sus narices. Sabía que la novela, desde los tiempos de Cervantes, es fundamentalmente un artefacto cómico y, en un breve relato -La verdad sobre Sancho Panza-, apunta que fue el escudero quien, a fuerza de leer historias sobre caballeros andantes, dio vida a don Quijote.
En cierto modo, Kafka también exorcizó a sus demonios e intentó salir a cabalgar a campo abierto, pero, como advierte Milan Kundera, el territorio de la gran novela europea se había ido encogiendo tanto que las llanuras de La Mancha habían quedado reducidas a una sola habitación: el dormitorio donde el pobre Gregor Samsa despierta transformado en un monstruoso insecto. Desde que se publicó, en 1915, La metamorfosis ha sufrido toda clase de interpretaciones -políticas, sociales, freudianas, médicas-, ninguna de las cuales agota su fascinación irresistible. Hay quien ha dicho que tal vez sea la descripción más angustiosa y exacta de una depresión, una lectura en consonancia con la hipocondría de Kafka, aunque en una de sus cartas a su prometida, Felice Bauer, le avisa que se trata de una historia "repulsiva", "nauseabunda" y que "da un miedo espeluznante". Quizá lo más honesto sería leerla como un cuento de horror, nada más y nada menos.
En sus relaciones con las mujeres, dentro y fuera de la ficción, Kafka también resulta un enigma incomprensible y los estudiosos han achacado sus idilios fallidos con Felice, con Milena Jesenska y con Julie Wohryzek, a la impotencia, a la homosexualidad latente, a sus inclinaciones sadomasoquistas o a su impenitente hábito de visitar burdeles. En realidad, Kafka siempre pensó que el arte y el amor, el arte y el matrimonio, el arte y la vida de pareja, eran incompatibles, una idea que, al parecer, cuestionó después de conocer a su última amante, Dora Diamant, una mujer con la que, por desgracia, sólo estuvo unos meses. Fue Dora quien lo sostuvo entre sus brazos en el momento de morir y quien cumplió su deseo de quemar todos sus manuscritos.
Lo poco que se salvó fue gracias a Max Brod, su amigo del alma, un hombre que inició la cruzada en defensa de su obra y que aseguraba que, para comprenderlo en toda su dimensión, había que considerarlo un santo. Brod exageraba, sin duda, aunque es cierto que la religión, y en particular el judaísmo, da ciertas claves insospechadas a la hora de descifrar varios pasajes de su literatura. Siempre me ha asombrado que, en su enumeración de los precursores de Kafka, Borges omitiera los dos más evidentes: Gógol y el Libro de Job. Hay un aire de familia eminentemente kafkiano en el Dios que destroza la vida de un hombre bueno sólo por ganar una apuesta al Diablo y en la historia de la nariz que emprende una vida por su cuenta.
Pero Kafka no necesita explicaciones. La anécdota que, en mi opinión, resume a la perfección su carácter tiene lugar en su despacho, cuando un viejo operario que ha perdido una pierna aplastada por un montacargas demanda al Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo ante la miseria de la pensión que le ha quedado. La demanda está mal presentada y es Kafka, en contra de los intereses de la oficina que representa, quien no sólo le sugiere que contrate a un famoso abogado de Praga, sino que paga y aconseja al abogado para poder perder el proceso con todas las de la ley. "No es un abogado: es un santo" dijo el peón. Max Brod hubiera estado de acuerdo, pero Kafka se habría echado a reír a carcajadas.
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