Todavía no hemos caído en la cuenta de que el bazar chino, el "Todo a cien", el supermercado oriental, es uno de los grandes símbolos de nuestro tiempo, lo cual da una idea de en qué tiempos estamos. Como otros grandes inventos, como la novela negra o la energía atómica, el bazar chino tiene sus ventajas y sus inconvenientes, aunque lo de las ventajas e inconvenientes es algo que conviene ir estudiando despacio. Por ejemplo, cuando Dashiel Hammett se sacó de la manga la novela negra, cambiando la lupa y la pipa de Sherlock Holmes por la pistola y los cigarrillos de Sam Spade, no era consciente de que estaba inventando el género literario más formidable y proteico del pasado siglo. Tampoco podía sospechar cuánto iba a acabar degenerando el invento.
En cierto modo, el bazar chino tiene algo de novela negra aplicada al comercio: un detective que busca desentrañar un misterio internándose en un insondable laberinto que es capaz de contener prácticamente cualquier cosa. Hoy día, por las calles ya casi no se ven droguerías, papelerías, tiendas de menaje o de electrodomésticos, del mismo modo que en las librerías ya casi no se venden más que novelas negras. El otro día estaba ojeando un libro de antropología sobre los primeros fósiles encontrados en Sudáfrica y el texto de la contraportada relataba el descubrimiento con un tono de intriga calcado al de una investigación policíaca. Sin embargo, en el bazar chino se limitan a vender libretas y cuadernos porque saben muy bien que los libros son un producto ruinoso.
En mi barrio, la moda del bazar chino ha arrasado paso a paso con casi todos los negocios locales como una bomba de neutrones al revés: la explosión de un artefacto atómico expandiéndose a cámara lenta. Ha sido un desastre ecológico a escala vecinal, de la misma manera que la introducción del conejo en Australia terminó acorralando a los herbívoros nativos. En una esquina, cerca de mi casa, había una tienda de iluminación donde solía comprar bombillas o lámparas, pero al abrir un bazar chino en mitad de la calle, el hombre tuvo que echar el cierre. De momento, uno de los pocos establecimientos que resisten es una joyería, aunque espera que cualquier día el chino no se ponga a vender Rolex de cartón y diamantes a cinco euros.
Más allá de sus turbias conexiones económicas, sospecho que una de las razones del éxito del bazar chino es que se trata de un Aleph de ocasión, una tienda de saldo que aspira a contener todas las otras tiendas posibles e imposibles, como si fuese un modelo a escala del cosmos. Recuerdo una tarde en que mi amiga Lucía y yo entramos en un bazar chino virtualmente interminable y nos pasamos varias horas arriba y abajo, alucinando con las estanterías de regalos, observando jarrones horrorosos, gatos saludando, pelucas de colores y otros objetos que parecían salidos de una pesadilla de las Kardashian. Creo que, si llegamos a estar diez minutos más recorriendo túneles, lo mismo salimos por un aparcamiento en Hong Kong montados en un triciclo.
En un bazar chino es difícil encontrar algo que cueste más de veinte o treinta euros, aunque puedes tener la seguridad de que tampoco durará mucho tiempo. Esa es, precisamente, otra de las razones por las que han triunfado: haber conectado con la sensibilidad de una época en la que nada puede resistir más de dos meses, excepto una flor de plástico. El palo de las fregonas se parte a la tercera pasada y los bolígrafos mueren antes de que se acabe la tinta. Si la canción del verano ya no aguanta ni cinco días y los idilios se marchitan en la primera cita, no hay duda de que el futuro está escrito en ideogramas. Antes de convertirse en Fu Manchú, Elon Musk ya tenía nombre y cara de chino.
Los chinos lo hacen todo a lo bestia, sin reparar en gastos, ya sea la Gran Muralla, los Guerreros de Terracota, el genocidio uigur, una gripe de exportación o el número de habitantes. Han logrado una síntesis dialéctica entre lo peor del comunismo y lo peor del capitalismo hasta el punto de que el Bund de Sanghai hace que Nueva York parezca Marbella. Por lo visto, están comprando África por parcelas y llenándola con sus excedentes de población, lo cual resulta un neocolonialismo de lo más civilizado comparado con el infierno que occidente sigue criando en el Congo. Borges, que por algo estaba medio ciego, se imaginaba el universo en forma de biblioteca, pero más bien tiene pinta de bazar chino.
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