De cuando en cuando aparecen noticias similares: un hombre misterioso, ágil, eficaz, roba una gran cantidad de dinero, y se rumorea que lo destina a una buena causa. Salvo el caso del Dioni, ese sinvergüenza admirado, heredero de la picaresca más auténtica y más barroca, en el que lo que se admiraba era la sangre fría y el soberano morro, lo que fascina de los ladrones, más aún en los que no se manchan las manos de sangre, es que han roto un tabú cuasi sagrado: antes era el del oro, el metal mágico. Ahora, el de la propiedad privada.
En Madrid han detenido de nuevo a un hombre que antes sería considerado un anciano, y ahora en edad de trabajar. Quizás por ello continuaba atracando bancos; solicitaba una entrevista con el director de la sucursal, y después, ya conocido, todas las sospechas apaciguadas, entraba para robar. Un sistema antiguo, de artesanía, alarde de confianza en uno mismo, en que el anonimato era imposible, y que por lo tanto antes o después estaba condenado a la detención. No lo destinaba exactamente a los pobres: enviaba parte del dinero conseguido a otros presos, antiguos compañeros, que aún se encontraban entre rejas.
Los atracos, como ciertos asesinatos, o los suicidios entre adolescentes, poseen un componente contagioso: como hongos en la humedad, se extienden cuando determinadas circunstancias coinciden. Hartazgo de una situación dada y generalizada, mitificación del dinero como la única salida a un problema, una sociedad en la que la violencia se justifica con relativa facilidad...
Durante los últimos años los atracos que han tenido mayor relevancia han sido sangrientos y feroces: alunizajes, bandas del este, joyeros muertos o tiendas pequeñas saqueadas han servido para recolocar los robos en el imaginario colectivo. Otros problemas distintos han sustituido el mito del buen ladrón: por ejemplo, el buen pandillero, con un código de honor basado en lealtad y en brutalidad. Si el ladrón era equivalente al bandido, el pandillero es equivalente al esbirro.
Comentarios
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