Ni siquiera quienes defienden que la principal misión de la tele es el entretenimiento, tanto por formato como por voluntad interna, no niegan que se produce una transmisión de valores, ideología y modo de vida a través tanto de los programas formales como de la emisión de publicidad. La justifican, no obstante, con la idea de que el libre albedrío y el buen juicio de los ciudadanos sirve para moderar esa influencia. Es una posición cómoda. En los contenidos destinados a la infancia se han marcado límites, pero tienen que ver más con los temas que se tratan que con el modo en el que se abordan, o la capacidad de manipulación del espectador.
Los contenidos contemporáneos de la televisión generan aprendizaje, y transmiten conocimiento, aunque la calidad y la adecuación del mismo no sean reconocidos, y, por lo tanto, tampoco regulados. El martes por la noche un programa de la cadena Antena 3 mostraba el cambio producido dentro de la casa de una familia necesitada. Poco se puede objetar a su filosofía inicial: en una adaptación poco feliz de un formato anglosajón, la vida de una familia en circunstancias difíciles cambia.
A partir de ahí, todo resulta subjetivo, y en ocasiones, repugnante: los criterios de selección, la construcción artificiosa de la tensión narrativa (ese ¿llegarán a tiempo los materiales? que en la vida real siempre se resuelve con un rotundo no), la confusión entre necesidad real, desorden y suciedad, la intervención con varita mágica de una fuerza que, sin apenas esfuerzo y por azar soluciona la existencia...
La educación debería incluir una preparación para las dificultades y los problemas de la vida, una resistencia a la frustración y una confianza en uno mismo capaz de salvarlo ante la desdicha. Nuestra televisión ofrece soluciones epidérmicas e inmediatas, incluso cuando desea revestirse de contenido social, o de obra generosa.
Pero funciona, aún así. Hay niños. Hay sufrimiento. La imagen, justificada o no por palabras, siempre conmueve.
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