Dentro del laberinto

Calles como patenas

De nuevo Madrid se enfrenta a una huelga de los trabajadores de limpieza, en este caso no en las entrañas del metro, que llegaron a ser nauseabundas, sino en la piel no siempre tersa de la ciudad. Fomento de Construcciones y Contratas no ha llegado a un acuerdo sobre el convenio colectivo de sus empleados, y mientras tanto, día sí, día no, la basura se acumulará en las aceras.

No siento la menor simpatía por los sindicatos actuales, de cuya labor no he visto resultados reales: sí, en cambio, por los trabajadores que noche tras noche, a cambio de un sueldo poco gratificante, se hacen cargo de una de las labores más ingratas de la ciudad. Barrenderos y basureros son como las amas de casa urbanas: minusvaloradas, puestas en cuestión con pruebas del algodón, con una tarea que sólo se aprecia cuando no se realiza.

Me sorprenden a diario los esfuerzos constantes que realizan los equipos de limpieza: yo, que no recuerdo haber arrojado al suelo nunca un papel, no puedo comprender cómo alguien se libra con tanta facilidad de las colillas, pasea a su perro sin una bolsa que recoja luego los excrementos, escupa un chicle en la acera. Lo juzgo tan severamente como si lo hicieran en mi casa: no entiendo que lo común se aprecie menos que lo privado, que se permita alguien pintarrajear, o quemar contenedores, o quebrar farolas. La kale borroka me asqueó para siempre de esas actitudes antisociales. No veo rebeldía, ni protesta, tan sólo egoísmo y mala

educación.

Una huelga habla siempre de un fracaso. A estas alturas, esas interrupciones de trabajo hace tiempo que deberían ser un derecho al que no acudir: el nivel en el que la suciedad cubra las calles delatará tanto ese fracaso como el del civismo ciudadano; con una huelga así en la puerta, sería lamentable que cada cual cerrara los ojos y plantara bolsas de basura y desperdicios con la misma despreocupación que si nada ocurriera. La responsabilidad de la limpieza no recae sólo en quien recibe un pago por ello.

 

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