Dentro del laberinto

Lady Macbeth

Las mujeres se suicidaban con rara frecuencia, por honor, por amor, en la realidad, en la ficción. Cleopatra, con su áspid, renunciaba a la vida ante su fracaso político y la ausencia de su amante. Julieta, esa desobediente en plena edad del pavo, se clava una daga cuando lleva al extremo la promesa de amor eterno; la otra adolescente temperamental, a la que las hormonas llevan por el camino de la perdición, Melibea, hace otro tanto. Lucrecia, la escrupulosa romana, más papista que el papa, se mata ante sus familiares tras haber sido violada, para dar ejemplo a otras mujeres en su situación, que no debían vivir tras la deshonra.

La más interesante suicida, es sin duda Lady Macbeth. Esa mujer hermosa, inteligente, fiel y dulce con su marido, a quien sabe inconstante y taciturno, cruza su propio límite en el intento de infundirle ánimos a él. La imagen de Lady Macbeth enloquecida, sonámbula, retorciéndose unas manos que aún cree manchadas de sangre, ha hechizado la mente de artistas y psiquiatras. Shakespeare trata con exquisita ambigüedad su muerte: velad por ella, dice el médico. Apartad aquello con lo que pueda dañarse, porque la medicina no llega hasta aquí. Pero esa mujer insomne logra conciliar el sueño de un vez.

El suicidio se ha convertido en la primera causa de muerte entre las mujeres españolas entre los treinta y los treinta y cuatro años. Mi exacta franja de edad. No resulta difícil, para quien la vive, saber por qué. Como con Lady Macbeth, la medicina llega tarde a donde la sociedad ya ha arribado. Las depresiones adolescentes raras veces fueron detectadas en nuestra generación, y cristalizan ahora. El terrible malestar que la sociedad genera en las mujeres jóvenes se niega, cubierto bajo los disfraces de la maternidad, y la exigencia constante de la belleza. Acoso laboral, maltrato, pobreza, imposibilidad de conciliar la vida familiar con el trabajo (sólo se ha hecho demagogia sobre ello, dice el doctor Zarco) asesinan el sueño de las mujeres.

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