Dentro del laberinto

Un soplo

La llegada de la primavera se ha adelantado durante los últimos años en varios días: y según los estudios metereológicos, España cuenta ahora con veinte días cálidos más que hace treinta años. El día dos de marzo, todos los periódicos hablaban de los hermosos almendros florecidos: la primavera ya había llegado. Dos días más tarde, en los titulares regresaba el invierno. Adiós, adiós, primavera.

Nada de lo que escandalizarse hasta ahí. Las heladas de primavera, los calores del febrero loco han llenado el refranero. Ha sido siempre una estación idealizada, de la que sólo cabía desconfiar, la única antecedida por un artículo femenino. Ahora, con la exagerada propensión contemporánea al drama, diera la sensación de que hemos descubierto no sólo el cambio climático, sino también las veleidades atmosféricas.

Bajo el capricho del frío, un drama menudo. En la Comunidad de Madrid habita una oruga que debido al calor aparece dos semanas antes de lo habitual; y al mismo tiempo, un ave de la sierra cercana, continúa teniendo sus crías en el momento normal. Las aves son menos dependiente del clima. Cuando los polluelos nacen, la oruga ya ha muerto, y los padres se encuentran con serios problemas para sacar adelante a los pequeños, que dependen fundamentalmente de esa oruga. Tampoco las aves que dependen de la polinización disfrutan.

El veintinueve de febrero, un día inexistente, en el que todo lo extraño debería ser permitido, una amiga y yo regresábamos del teatro; en Callao, en el centro de Madrid, donde el viento se pierde entre las callejas, unos obreros colocaban enormes cartelones sobre una fachada, con la noticia de que ya era primavera. Nos reímos. Siempre habíamos encontrado esos mensajes ya instalados, como una sorpresa en pleno invierno. En ese mismo momento, ante nuestros ojos, llegaba la primavera. Entonces fui consciente de que el clima, el tiempo, el propio calor y frío se habían convertido en una percepción psicológica. Salvo, quizás, para las orugas y los pájaros.

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